jueves, 24 de mayo de 2012

50 DIAS DE MAYO. PAG 151-195


Ana estaba intranquila, con cierta sensación de que no estaban haciendo lo que debería estar haciendo. Volvió a pedir novedades a los puestos desde el control y por enésima vez la respuesta fue la misma, no había nada que reseñar. En lugar de una discreta vigilancia, los responsables de la Seguridad del Presidente habían optado por que esta fuera lo más ostentosa posible, con el fin de disuadir a cualquiera con malas intenciones. El criterio de Ana había sido contrario a esta estrategia, precisamente para confiar al asesino y poder tenderle una trampa, pero el miedo de sus superiores a dejar una alfombra roja al asesino había vencido a la lógica.
En esa tesitura el convencimiento de la agente sobre que atentar contra el Presidente era una quimera se acentuaba. La sensación de Ana era de pérdida de tiempo y de cierta angustia toca pelotas, y era eso lo que más la intranquilizaba. Se sorprendió a si misma al darse cuenta de que esa “pérdida de tiempo” no se refería a indagar otras líneas de actuación en el caso, ni investigar pistas ni nada que tuviera que ver con su trabajo, sino que provenía de estar allí sin hacer nada, cuando lo que deseaba era estar con Marta. Una sensación de vacío, de pérdida y de lejanía le hizo encogerse en su silla. “El amor duele”, le había dicho una vez el cretino ex amante de las mil y una frases. Lo que más jodía a Ana de aquel tipo, tanto tiempo después, es que el muy cabrón solía tener razón. Dejó al mando a otro agente y salió del furgón de control, avanzó hasta donde nadie del operativo pudiera escucharla y llamó a Marta,
-hola peque, ¿Qué haces?-,
“-ah, hola. Oye llámame más tarde, me estoy tirando al vecino del tercero y ahora empezamos con lo mejor, ya te contaré-. Le contestó Marta mientras fingía jadeos y adornaba la frase con un “dame más” y un par de “si, sigue así”,
-serás putón-, rió Ana, -te dejo sola diez minutos y me la pegas con cualquiera. Si quieres tirarte a alguien haber probado con el del quinto, está mucho más bueno y tiene una lengua con vida propia. Yo hace dos días que me lo trajiné y todavía no puedo cerrar las piernas…, Oye, te echo de menos, medio metro-,
-Jo Ana, tú en dos segundos te inventas una historia-, se quejó Marta,
-¿Quién te ha dicho que me he inventado nada?, lo dejé tan seco que todavía se la está buscando. Bueno, cuéntame cómo llevas el día-,
-pues he estado hablando con Navarro de una chorrada que se me ha ocurrido, por cierto eres un zorrón. Luego supongo que quedaré con él para hablar de cosas de policías normales, ya sabes, pistas y asesinos y cosas así, cacho de perra. Y luego esperaré a una chica que conozco para dormir con ella, una tal Ana Conti. Es un poco puta y se deja los calcetines y la decencia en cualquier lado, pera la quiero, que le voy a hacer-, contestó Marta. -¿y a ti como te va?-,
-pues sinceramente, hasta los ovarios de perder el tiempo. Me estoy empezando a cabrear con este operativo. En fin, espero que sirva para algo, o por lo menos a ver si los gemelos y sus cerebrines terminan de una vez con las huellas y por fin tenemos algo, no te imaginas las ganas que tengo de que esto se acabe. Oye, no sé a qué hora acabaré…-,
-tranquila. Llámame cuando puedas ¿vale?. Venga, un beso guapa-,
-otro para ti, retaco-.
Después de colgar, y mientras se dirigía de nuevo al control, Ana se dio cuenta que no le había preguntado qué era lo que se le había ocurrido y de qué había hablado con Navarro.

Lo bueno de ciertos lugares donde el sexo cuesta mucho dinero es que los clientes, además de exigir placer, exigen discreción. Es lógico, una prostituta de lujo no está al alcance de cualquiera, más bien quien utiliza sus servicios pertenece a ese tipo de gente a quienes las visas oro le abultan la cartera…, y a ese tipo de gente no le interesa ser portada saliendo de un puticlub, por muy fino que sea. El hotel Los Rosales era un palacete de tres pisos reconvertido en casa de citas por un hábil empresario. Compró la casona cuando se estaba cayendo a trozos a una familia burguesa venida a menos, tuvo el buen gusto de rehabilitarla y decorarla respetando su antigüedad y entorno, así como para contratar a quienes hacían de su oficio un arte y el negocio le salió redondo. Por cierto, ningún vecino del lugar se quejo jamás de su uso, por lo visto no debe de ser lo mismo quien paga por aliviarse en lujo que en polígono, como tampoco lo es quien gasta en esmalte de uñas lo que otras en vivir.
El semioculto aparcamiento quedaba fuera de la vista de miradas curiosas por un frondoso seto que excepto a la entrada del recinto cubría todo el perímetro del hotel, lo cual permitía a los clientes dejar su coche y acceder al interior del palacete cómoda y discretamente. La primera planta del edificio estaba dividida entre un lujoso bar, almacenes y despachos. La segunda y la tercera disponían de un total de veinte habitaciones completamente acondicionadas para su uso venial. Evidentemente no se permitían cámaras fotográficas, ni había vigilancia mediante grabación de imágenes, eso iría contra la política del negocio. Solo un par de guardias de seguridad enormes ejercían más como perros guardianes de lo que se cocía dentro, contra cualquier intromisión externa, que como vigilantes del buen funcionamiento interior. Esto último se suponía de los clientes, y si alguno tenía tentaciones de ponerse violento o ser violentado, todo era cuestión de cuanto estaba dispuesto a pagar por sus excesos.
Esta noche es la noche, y después de repasar la logística del lugar y de dejar un disimulado boquete en el seto justo tras el edificio, me agazapo al cobijo de una sombra mientras espero. Oigo distorsionadas las voces de hombres y mujeres jóvenes en el bar. Unos suenan seguros o nerviosos, según sus conocimientos o expectativas. Otras suenan desenvueltas, profesionales en su rol de amantes por unas horas. La escalera de emergencias se extiende reptando hacia arriba a unos pocos metros de mí, con pasadizos en el primer y segundo piso, donde puertas que casi nunca se abren dan a un discreto rincón oculto por cortinas en el interior de las habitaciones. A cada una de esas puertas le corresponde una coqueta ventana. Mi objetivo, si mi prostituta no me engañó, estará en el segundo piso, a la izquierda de la escalera. Ojala que mi prostituta y su joven cliente estén disfrutando en este momento de sus bebidas como nunca lo han hecho, ojalá que disfruten del sexo como jamás imaginaron, ojalá que no sufran, que no se enteren, que pase rápido. Ojalá que su último recuerdo sea puro placer.

-Marta, hotel Los Rosales en la urbanización de los Cedros. Parece ser que están especializados en congresos de banqueros picha fría, estrellas de cine aburridas y eventos deportivos del tipo movimiento de cadera extremo. Debe de costar un cojón y medio el polvo, y según mis fuentes nuestro inocente niñito ha reservado al completo el chiringuito. ¿Te apetece ir de putas?-, preguntó Navarro.
-Bueno, será una nueva experiencia. El problema es qué decimos que hacemos allí. Tu y yo vamos a parecer un par de paletos y no estoy por fundir medio sueldo en una copa…,- contestó Marta.
-Mi pueblerina e inocente jovencita. Tienes una placa, úsala. Diremos aquello tan bonito de que se están produciendo robos en la urbanización, que si han notado algo raro y que si les importa que demos un garbeo por los alrededores. Todo esto con mucho ruido y arma bien visible, así si por un casual el asesino es tan bobo como para que se le ocurran las mismas chorradas que a ti, y ahora le ha dado por cargarse figuras del futbol patrio, lo acojonaremos y volverá a finiquitar a gente aburrida como Dios manda. Y por otro lado conseguiremos que a esos críos forrados se les joda un poco el polvo. Toda una buena noche-.
-Jefe, eres un crack. ¿Nos vemos en la puerta del hotel en… una hora?-,
-Vale, pero espera a que yo llegue para entrar. Tú no tienes pinta de poli, y tampoco de puta de lujo dicho sea desde el cariño. Como mucho te tomarían por una chiflada de alguna organización Cristiana toda alterada y beata y te patearían el culo. Espérame, ¿de acuerdo?-,
-que si jefe, que te espero. Pero que conste puedo dar mucho morbo si es necesario y que puedo pasar por prostituta o domadora de monos si es necesario. Os pensáis que soy una inútil incapaz de nada. Hasta luego-. Dijo Marta ofendida por el comentario de su jefe.
-¿morbo?-, se preguntó Navarro. La verdad era que jamás se había parado a pensar en Marta como “una mujer sexualmente potable, ni siquiera como una mujer”. La sola idea le parecía sucia… e inapropiada. Imaginarla intentando pasar por prostituta le hizo sonreír. Marta era… Marta. Una de esas extrañas personas buenas que uno se encuentra en un mundo de mierda, una de esas que te hacen sentir mejor de lo que eres, cosa que en el caso del policía era de agradecer y guardar de todo mal. “La chiquilla haciéndose pasar por puta, no se lo cree ni ella”, pensó.
Un rato después Marta seguía molesta por el comentario de su jefe. Todo el mundo parecía pensar en ella como una poli de segunda, aplaudiendo sus ideas pero apartándola de todo riesgo. Hasta Ana ejercía de cuidadora oficial del “monstruito” de cara al resto. En esa tesitura dudó entre llamar a su pareja y contarle donde iba o simplemente mandarle un mensaje de móvil.
-Si le digo que me voy de operativo cutre con Navarro a una casa de putas o me toma por boba o la pongo nerviosa, en todo caso seguro que se pone plan madre. Y para padre ya llevo uno bien grande. Mensaje sin duda-, y escribió en su móvil
-hola guapa. Me voy con Navarro a comprobar una pista. Ya te contaré. Nos vemos luego, un beso-.
La contestación le llego unos instantes después,
-ok peque. Me aburro. Procura que si luego os vais de copas no llegar gateando a casa-.
-Perfecto-, pensó Marta. Cogió su placa y su destartalada arma y salió de casa.
El hotel estaba a veinte minutos de camino en coche. Aprovecharía el tiempo de espera a la llegada de Navarro en inspeccionar el lugar y los alrededores.

Han pasado quince minutos desde que las voces se acallaron. Clientes y prostitutas yacen, o están a punto de hacerlo, en cada una de las habitaciones. Me concedo unos segundos de calma mientras repaso el plan y salgo de mi escondrijo. Compruebo la soledad del perímetro y asciendo sin hacer ruido hasta el segundo piso. Las ropas oscuras y el pasamontañas me permiten ver sin ser visto, y lo que observo a través del resquicio de la persiana es lo que esperaba ver.El joven está desnudo sobre la cama, observando como la mujer se quita la ropa lentamente. Después ella se sienta a horcajadas sobre él mientras le besa el cuello, el torso, y el estómago mientras sus manos acarician su pene. La felación empieza parsimoniosa, para ir poco a poco en crescendo. Es buena profesional, sabe muy bien lo que hace. Pasan unos minutos, el joven permanece quieto, dejándose llevar. Una mano experta introduce el pene en la vagina, unas caderas prodigiosas entonan un movimiento en vaivén que parece una danza. Unos momentos de placer después ella se desliza hacia un lado, mientras coloca hábilmente al joven sobre ella. Es el momento. Abro la puerta de emergencia en cinco segundos, la cerradura no es problema. Me deslizo tras la cortina y escucho los jadeos de ambos. El clímax sincero de él es acompañado por el fingido y solidario de ella. El orgasmo del joven se mezcla con un estallido en su nuca, muere mientras eyacula. Ella abre los ojos, mirándome espantada. Lamentablemente no tengo mucha piel visible para descargar mi pistola eléctrica, el cuerpo del joven la cubre, y recibe la descarga sobre la mejilla. Tensa tanto la mandíbula que varios dientes crujen y se astillan. Separo los cuerpos, coloco a la mujer boca abajo, con la cabeza colgando al borde de la cama, no quiero mirarle la cara. Cojo impulso, y con las dos manos agarrando la barra le golpeo la nuca, está muerta. Luego me cebo ritualmente con el cuerpo inerte del chico. Cuando termino miro la escena. No sé qué es lo que me impulsa a colocar bien sobre la cama los cuerpos, a unir sus manos, no sé porqué lloro. Limpio la barra con las sábanas y la guardo pegándola con cinta a mi pierna. Registro la ropa del joven y cojo las llaves de su coche; me lo llevaré, esperando que sus compañeros piensen que se ha ido a seguir la noche en otro lado con la prostituta cuando descubran que el coche no está en el aparcamiento, así ganaré algo de tiempo para alejarme de esta barbaridad. Salgo por donde entré, incapaz de mirar ni una sola vez atrás-.
Marta esperaba a Navarro en el interior de su coche, aparcado a escasos diez metros de la entrada del hotel. No sabía si el planteamiento era el acertado, pero mientras conducía hasta el lugar le había dado vueltas a una posibilidad que no cuadraba con el modus operandi del asesino, pero que tampoco había que descartar. La de que para un extremista desquiciado y de mente cuadrada el solo hecho de que una estrella nacional, que teóricamente representaba un ejemplo a seguir para el país entero, tuviera vicios subidos de tono fuese motivo suficiente como para asesinarlo. A Marta lo primero que le venía a la cabeza era evidentemente que no, pero lo segundo era la coletilla de que habría que estar muy loco para pensar así, y lo cierto era que el asesino había dado síntomas inequívocos de locura. Así que no sabía muy bien que pensar, pero se dijo a si misma que estaba haciendo lo correcto echando una ojeada al puticlub y siguiendo esa pista, aunque estaba prácticamente convencida que no les llevaría a ninguna parte.
La curiosidad le pudo, y salió del coche para echar una ojeada al interior del recinto. La verja de hierro abierta de par en par, y la ausencia de porteros o quienes quisieran que se ocupaban del acceso extrañó a Marta, que esperaba encontrar luces de neón y un par de gorilas con traje oscuro y gafas de sol. Dio unos pasos más y vio la entrada principal al edificio en el lateral de la derecha, mientras que a su izquierda, donde este acababa, se extendía un pequeño aparcamiento en semipenumbra, lleno de coches de lujo.
Accedo al aparcamiento por la parte de atrás del edificio, me quedo en la esquina mientras me quito el pasamontañas, me ahoga. Pulso el botón del mando a distancia del llavero. Un deportivo Alemán último modelo me contesta con un pitido y un parpadeo de luces,
Marta se quedó petrificada. Una figura con ropas oscuras, apenas visible por las sombras, salió de la esquina opuesta a donde ella se encontraba, tiró de algo en su cabeza y lo que no podía ser otra cosa que un pasamontañas quedó colgando de su mano. Luego hizo algo muy extraño, no caminó hacia su coche mientras lo abría con el mando a distancia, sino que esperó al típico sonido de apertura y a la intermitencia de las luces, y solo después de eso avanzó hacia él. “La madre que me parió”, pensó Marta, “ese tío está robando un coche”, y sin pararse a pensar en lo que hacía avanzó hacia el individuo que se introducía en el vehículo. A unos treinta metros de distancia sacó su placa, la puso en alto y gritó,
-alto, policía-.
El grito me deja atónito, una joven con una placa en la mano avanza hacia el coche. Reacciono mirando a izquierda, derecha y hacia atrás a través del retrovisor, mientras arranco el motor y pongo las luces largas. Esto es ridículo, está sola y cegada; engrano la primera y espero a que se acerque un poco más-,
“mierda, mierda, mierda” pensaba Marta mientras intentaba sacar su pistola del puto estuche. El sonido del potente motor y las deslumbrantes luces paralizaron su carrera, mientras sentía como se le erizaban los pelos de la nuca,
-joder-, dijo en voz alta mientras veía como a cámara lenta acercarse el coche.
Más de cuatrocientos caballos de potencia lanzan el vehículo hacia adelante, la joven no tiene nada que hacer. Ha perdido un tiempo precioso sacando su placa en vez de esa pistola que se le atora a base de nervios y evidente falta de práctica. A quince metros de distancia no pasa ni un segundo antes de que la atropelle. Veo el cuerpo saltar sobre el capó, y lo oigo rebotar en el techo y caer; paro y retrocedo lentamente situándome a su lado. Brazo roto y herida en el cráneo, no sé si le he matado o simplemente ha perdido el conocimiento. Salgo del recinto a baja velocidad, el coche es magnífico, no tiene ni un rasguño. Un kilómetro más allá me paro en un semáforo. “¿Quién es el estúpido que coloca un semáforo en una urbanización y lo hace funcionar a estas horas?”. Un par de vehículos paran enfrente, en el segundo está el policía que parece un orangután, el que fue al bar a comprobar si se habían enviado desde allí las fotos. No me ve, y cuando el semáforo se pone verde me cuido muy mucho de girar el rostro cuando nos cruzamos. Lamento el espectáculo que se va a encontrar, pues evidentemente no es casualidad que esté aquí y que la chica merodeara el club. Espero que viva para contarlo, se la veía muy joven.
Navarro aparcó su coche junto al cacharro de Marta, era un milagro que aquel montón de hierros viejos se moviera, pero a la muchacha esas cosas no le importaban. “Donde coño se habrá metido”, pensó el inspector bajando del coche mientras miraba a su alrededor. Del interior del recinto le llegaban voces alteradas, y el policía exclamó en voz alta un,
-le dije que no se metiera en líos-, mientras se apresuraba hacia la entrada, convencido de que Marta había se había colado haciendo alguna pregunta estúpida y que en ese momento la estaban echando a empujones. Lo que vio le hizo correr con el peor de los presentimientos golpeándole el cerebro, unas cuantas personas se agolpaban alrededor de un cuerpo, mientras otra la tapaba con una manta.
-¿Qué habéis hecho, cabrones?-, tronó mientras se dirigía a la carrera hacia el tumulto y sacaba su arma. El cuerpo de Marta permanecía acurrucado en el suelo, sin moverse y tapado.
-¿Qué habéis hecho?-, repitió mientras se arrodillaba a su lado y la gente se hacía atrás temerosa.
-Señor, acabamos de encontrar a esta mujer aquí, herida. No sabemos qué ha pasado, pero hemos llamado a urgencias y a la policía y están de camino. Nos han advertido de que no la movamos y que la tapemos con algo. ¿Sabe usted quién es?-, preguntó un hombre tan grande como Navarro, intentando ser lo más amable posible mientras no dejaba de mirar el arma en la mano de aquel hombre,
-una estúpida, una estúpida policía que no sabe obedecer-, respondió Navarro aliviado mientras le tomaba el pulso a Marta y comprobaba que estaba viva. Nunca nadie había oído a Navarro dar gracias a Dios por algo, nunca nadie volvería a oírlo.
-¿Eres de seguridad?-, preguntó al hombre y este le respondió afirmativamente.
-Bien, soy el inspector de policía Navarro y ella es la inspectora Iglesias-, dijo guardando su arma y mostrando su placa, -quiero que ustedes se queden junto a mi compañera, y quiero que tú-, dijo al de seguridad, -me lleves a la habitación de José Martínez, ahora-, ordeno.
En la segunda planta del hotel todo parecía tranquilo. A Navarro le llegaban a través de las puertas sonidos evidentes y risas complacientes. El hombre de seguridad señaló a Navarro una de las puertas a la vez que hacía un gesto afirmativo con la cabeza. El inspector sacó de nuevo su arma, quitó el seguro y la amartilló, hizo dos inspiraciones profundas y abrió la puerta con contundencia mientras apuntaba al interior. Una rápida ojeada le descubrió dos cuerpos inertes sobre la cama, avanzó rápidamente hacia la puerta del cuarto de baño y la abrió de una patada, nadie. Giró sobre sí mismo, con el arma por delante de los brazos extendidos y barrió a golpe de punto de mira todo el resto de la habitación. Solo cuando estuvo seguro de que nadie se escondía en un rincón prestó atención a los cuerpos. No había duda, ya había visto antes la misma escena y sabía que ambos estabas muertos y que el autor era el mismo que en la otras ocasiones, el joven jugador llevaba su firma repartida por todo el cuerpo, mientras que la prostituta había muerto de la misma forma que la novia del diputado, víctima principal y víctima colateral, “hijo de puta”, pensó Navarro.
-No toque nada, quédese en la puerta e impida el paso a cualquiera hasta que lleguen mis compañeros, y no mencione a nadie lo que acaba de ver-, ordenó al pálido hombre de la seguridad y volvió a la carrera al aparcamiento, donde se volvió a arrodillar junto al cuerpo de Marta mientras daba instrucciones a los allí congregados.
-¿Quién es el responsable del hotel?-, preguntó,
-Yo soy el gerente, señor-, le contestó uno de ellos,
-Bien, no quiero que nadie entre ni salga del hotel hasta que llegue la policía y se haga cargo. Se ha producido un crimen y es muy importante que todos sus clientes permanezcan en sus habitaciones por su seguridad. Así que ocúpese de ello inmediatamente-, dijo mientras a lo lejos se escuchaba una sirena. El gerente reaccionó empezando a distribuir a su gente.
Navarro sacó su móvil y marcó el número de Arteaga.
-Soy Navarro, escucha. Estábamos equivocados. El asesino ha actuado en el hotel Los Rosales, en la urbanización de Los Cedros. Ha asesinado a José Martínez, el jugador de futbol, y a una prostituta-, dijo mientras el gerente que permanecía a su lado se ponía pálido, -manda con la máxima urgencia a tu gente para aquí y a las patrullas que estén en las cercanías. Una cosa más, Marta está herida y no sé cuál es la gravedad. Estamos esperando a la ambulancia para llevarla al hospital, ¡déjame terminar, cojones!-, gritó ante las preguntas de Arteaga.
-Me voy con ella en cuanto llegue la ambulancia, cuando sepa a qué hospital vamos te volveré a llamar, daos toda la prisa que podáis…, y dile a Ana lo que ha pasado y que lo siento, esto se me ha ido de las manos-, y colgó.
El sanitario que llegó en primer lugar se encontró a un hombre enorme y de cara bestial sentado en el suelo, acariciando absorto con su manaza la cara de una joven tendida sin conocimiento en el suelo.

Arteaga colgó el teléfono mientras ordenaba sus ideas, hizo unas llamadas telefónicas y después fue al lugar donde se encontraba Ana.
-Ana sal fuera, tenemos que hablar-, dijo a su subordinada cuando llegó al control de la operación. Después le repitió lo que Navarro le había contado de los asesinatos en el hotel, y por último le dijo lo de Marta. En los breves segundos en los que le explicó lo que sabía la palidez del rostro de Ana alcanzó un blanco sepulcral. Por último le contó que por la situación del hotel el hospital más cercano era el central, y que le habían confirmado desde el mismo que la ambulancia se dirigía hacia allí.
Ana empezó a rebuscar las llaves de su coche en sus bolsillos,
-espera, te llevo yo-, le dijo Arteaga, y ambos se dirigieron a su vehículo. El viaje de apenas veinte minutos se le hizo a Ana interminable, no dijo ni una sola palabra en todo el trayecto, no hubiese podido. Su mente era un torbellino de imágenes a las que sus tripas respondían con un dolor agónico o con la rabia más brutal de toda su vida. Le venían imágenes de la primera vez que la vio, con su estúpida puesta en escena donde consiguió hacer daño en la muñeca al agente, la facilidad con que entablaron conversación, su risa espontánea, la naturalidad, la paz de dormir con ella, sus besos, cada una de esas imágenes le estrujaban el alma hasta dejarla seca, en contraposición al odio, al ansia de matar que le hacía crujir los dientes apretados contra cualquiera que fuera el responsable de haber hecho daño a Marta.
Entró en urgencias del hospital como un torbellino seguida de Arteaga, sin ni siquiera percatarse de la presencia de Navarro sentado en una esquina; no veía más allá del mostrador de admisión, donde un par de enfermeras sí que vieron a una mujer con la palabra “muy peligrosa” escrita en su cara.
-Marta Iglesias, ¿Dónde está?-,
-¿La policía?, la están examinando en boxes, espere en la sala de visitas y nosotras…,- Ana no les dejó terminar la frase, giró sobre sus talones y se dirigió al pasillo donde se atendían a los pacientes. Un celador cometió la estupidez de cruzarse en su camino mientras le recriminaba, con esa superioridad exacerbarte de quien lleva demasiado tiempo ajeno al dolor de los demás, que “allí no se podía pasar”. Un revoloteo negro salió de la nada, y la superioridad del celador se le fue por el bajo vientre cuando comprendió que aquel agujero negro que le apuntaba a escasos dos centímetros de su ojo izquierdo era una pistola a punto de dispararse, mientras su ojo derecho miró por primera vez un rostro blanco, sin sangre, donde unos dientes aún más blancos rechinaban y unos ojos increíblemente verdes le decían a gritos que su vida o su muerte le importaban una puta mierda.
-!Ana basta!-, gritó Arteaga empujando al aterrorizado celador y colocándose entre este y la pistola,
-!baja ese arma!. Deja a los médicos hacer su trabajo, por favor. Tranquilízate, si entras dentro solo vas a conseguir interrumpirles y asustarles. Piénsalo, están intentando ayudar a Marta, no es justo que pierdas la razón ahora-,
-¿Qué no es justo, Arteaga?-, dijo Ana desde el fondo de su alma, desde un lugar que no sabía que existiera, mientras las primeras lágrimas aparecían en sus ojos,
-¿Qué no es justo?. ¿Quieres saber lo que no justo?. No es justo que un puto asesino loco mate a palos a la gente como si fueran perros, ni que seamos incapaces de detener esta matanza absurda. Lo que no es justo es que la única persona con dos dedos de frente de todos nosotros esté ahí dentro jodida, y que la hayamos tenido como a la puta mascota del grupo cuando todo o casi todo lo que tenemos nos lo ha dado ella, y es que no le llegamos ni a la puta suela de los zapatos, Arteaga. No es justo que no le prestara atención cuando me dijo que iba a seguir una pista con el imbécil ese-, dijo señalando a Navarro, -y no es justo Arteaga, no es justo que la única persona que de verdad me ha querido, la única en toda mi puta y miserable vida que me quiere como soy, fíjate Arteaga, ¡como soy!, esté ahí. Joder, ¡Joder!. ¿No lo entiendes?, estoy rota Arteaga, nunca nada me ha dolido tanto como me duele esto, nunca. Estoy rota joder, estoy rota-. Y se abrazó a su jefe y único amigo, mientras lloraba como solo lloran las personas que aman.
Navarro, silencioso en su esquina, solo pudo pensar en que nunca más dudaría de aquella mujer. Si alguien merecía a Marta, a su chica, era esa que lloraba desconsoladamente sobre Arteaga, mientras su mano derecha todavía sostenía su arma.
Dos eternas horas después un médico con cara de cansado se acercó a ellos,
-¿Son ustedes familia de Marta Iglesias?-, preguntó, mientras los tres se ponían en pié de un salto,
-yo soy su pareja-, se oyó decir a si misma Ana con una rotundidad tal que desafiaba a Dios y los hombres,
El médico sonrió ante la firmeza de la mujer,
-pues sepa que su novia tiene la cabeza más dura con la que me he topado en toda mi carrera. Tranquilícese, está bien. Tiene un fuerte golpe en el cráneo y le hemos tenido que dar unos cuantos puntos, pero en principio no reviste gravedad. También tiene el húmero derecho roto pero la fractura es limpia y ya la hemos reducido, un par de costillas fracturadas, contusiones por todo el cuerpo y lo que es más importante y preocupante…, el incisivo superior derecho se le ha ido al garete…,- ante la mirada inquisidora de los tres el médico sonrió abiertamente,
-… digo que ha perdido un diente. Tendrá que quedarse un par de días en observación, pero le aseguro que saldrá de esta sin ningún tipo de secuelas. ¿Quiere usted verla?-.
El hombre cogió a Ana del brazo y se la llevó hacia el box de Marta,
-no le dé usted mucha soba, señorita, le he metido morfina como para aturdir a un caballo. Por cierto, ¿es verdad que apuntó con una pistola al imbécil de Sánchez?, a ver si aprende a tratar a las personas como se debe-, y le guiñó un ojo a Ana.
-Es aquí-, dijo señalando una cortina, -les dejo a solas-.
A Ana le temblaban las manos mientras corría la cortina y pasaba al interior, y tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para retener la orina cuando vio a Marta. La joven lucía un aparatoso apósito en el lado derecho de la cabeza, y tenía el labio superior hinchado y magullado. En su brazo derecho un chisme de plástico hacía las veces de escayola, y el izquierdo parecía un alfiletero del que salían lo que a Ana le pareció una maraña de tubos. Se acercó a la camilla y puso la palma de su mano bajo la palma de Marta, que abrió lentamente los ojos y sonrió dejando al descubierto la ausencia del famoso diente,
-hola cari, ¿qué ha passsado?-, murmuró amodorrada, mientras se le escapaba el aire por el hueco vacío al pronunciar la ese,
Ana sonrió de oreja a oreja, en apenas dos horas había pasado de ser la mujer más desdichada del mundo a la más feliz, y aunque su primer instinto fue reñir a la joven, este se desvaneció misteriosamente.
-Bueno peque, tiene toda la pinta de que intentaste parar un camión con la cabeza-,
-¿y qué tal essstoy?-,
Ana levantó la sábana que cubría el cuerpo de Marta y contestó.
-Parece ser que todo lo que me interesa de ti está en su sitio, aunque hay ciertas partes que no veo porque te han puesto un pañal de abuela por si te meas. Tienes un bonito color morado repartido en ronchas por todo el cuerpo que te sienta muy bien, alguna costilla se te ha ido de vacaciones, el brazo derecho nos dará problemas para vestirte y asearte durante un tiempo, has cambiado de peinado y tu cara es ahora la de una chica traviesa, por lo demás estas tan preciosa como siempre-,
-de puta madre-, dijo Marta sin cecear,
-cojonudo-, respondió Ana mientras besaba a Marta con muchísimo cuidado.

… Y durante diez horas el país calló, ni siquiera los voceros que dieron la primera noticia lo hicieron en voz alta, leían las notas entrecortadamente intentando que las manos no les temblasen mientras miraban a su espalda. Todo eran silencios, murmullos a lo más. La gente caminaba con la cabeza gacha, sumida en sus propias reflexiones, aturdida como cuando te dicen que aquel amigo al que hace tiempo que no ves ha muerto, y de una u otra forma te sientes culpable de no hacer aquella llamada que hubiera mantenido el contacto, simplemente porque te dio pereza hacerla. Tampoco hablaban políticos, porque no tenían ni idea de que decir y porque nadie les hubiera perdonado más estupideces. Ni presuntos pastores de almas, la receta milenaria de repetir palabras a la que llaman oración se les caducó en el primer asesinato, o hace dos mil años, según se mire.
Una mujer, de nombre Bea y de profesión camarera, miraba fijamente al poli cabrón y al joven jefe mientras apuraba su segunda ginebra de la mañana. Los dos estaban sentados en sus lugares habituales de la mesa. Estaban solos y en silencio, mirando un teléfono que no sonaba. “Vamos, por favor, vamos”, pensó la camarera apurando su copa.
Un anciano, de profesión presidente, miraba a través de la única ventana que le unía al mundo. Aferraba con fuerza el marco, tanto que los nudillos de sus manos estaban totalmente blancos, exentos de sangre.
-Gabriel, Gabriel. ¿Dónde estás?-, repetía una y otra vez como en una letanía….
El teléfono sonó. Arteaga intercambió un “dígame” por una respuesta, se puso en pié y le dijo a su acompañante una frase que la camarera jamás olvidaría,
-“lo tenemos Navarro, tenemos a ese cabrón. Una de las huellas ha dado positivo-, y los dos abandonaron el bar a la carrera. Era la primera vez que a la camarera no le importaba que alguien se fuera sin pagar. La rabia contenida iba poco a poco apoderándose de la mujer mientras se servía la tercera copa, se la bebió de un trago y luego la estrelló contra el suelo. Ninguno de los dos parroquianos habituales movió un músculo.
La huella número cuatrocientos ochenta y dos tenía nombre propio, Iván Manzanos, y coincidía con la hallada en la cajita de la tarjeta de memoria encontrada en la furgoneta del asesinato de Barros. Los gemelos y su pequeño equipo de expertos lo habían logrado a costa de un cansancio extremo, agónico en su carrera contra el tiempo. Pese a todo lo habían comprobado cuatro veces, y las cuatro fueron positivas, no había duda, tenían al asesino.
Iván Manzanos, periodista famoso y por tanto con acceso a información sobre los asesinados, de los que seguro conocía personalmente a más de uno. Hombre de ideas radicales, muy radicales tal y como delataban sus columnas de opinión y sus intervenciones en televisión y radio. Violento en expresiones y acciones, eran famosos varios altercados públicos en los que había participado, y además fue en su juventud una de las promesas del tenis nacional hasta que una lesión de rodilla lo apartó del circuito. Cuadraba con el perfil del asesino como anillo al dedo.
A las diez y cuarto de la mañana del día veintinueve de mayo localizaron su coche en el club de tenis del que era socio desde hacía años. A las diez y media una caravana compuesta por dos furgonetas con los cristales tintados y un coche salieron del edificio de Seguridad Nacional. En el coche viajaban Arteaga, Navarro y dos tipos a los que el inspector no había visto nunca y a los que nunca olvidaría, tenían esa extraña mirada de perro de presa, de pitbull, carente de calor. En las furgonetas dos grupos de cinco miembros del equipo de asalto de la policía preparaban su equipo, y memorizaban la fotografía de la cara de Iván Manzanos.
Veinte minutos después un nervioso guarda de seguridad le comentó a Arteaga, a través de la ventanilla abierta de su coche, que hacía cinco minutos que Manzanos había acabado su encuentro de tenis y que en ese momento se encontraba en el vestuario, posiblemente en las duchas. Navarro, Arteaga y cuatro de los policías de asalto tomaron posiciones en el perímetro del edificio, ordenando a cuantos se encontraban en las inmediaciones que abandonaran el lugar. El resto penetró en fila india en el edificio,. La zona de bancos y taquillas estaba desierta y avanzaron hacia las duchas. Diez cubículos cerrados con cortinas se habrían a derecha e izquierda del pasillo, dos de ellos estaban ocupados, se oía claramente el sonido del agua saliendo de las duchas. Dos agentes se colocaron a derecha e izquierda del primero mientras otro apuntaba directamente a la cortina, y de la misma guisa otros tres tomaron posiciones en la segunda ducha. Uno de ellos levantó una mano con tres dedos extendidos. Plegó uno, después otro y por último cerró el puño. Tres policías por ducha entraron a saco en cada uno de los dos pequeños espacios, empujando sin contemplaciones a sus inquilinos contra la pared del fondo. Navarro oyó a los policías gritar “objetivo controlado”. En dos zancadas estaba frente a un hombre desnudo que vociferaba de forma incongruente, mientras cinco de los policías de asalto lo sacaban sin miramientos al exterior del edificio. Navarro le agarró del chorreante pelo y tiró con fuerza de la cabeza hacia atrás. No había duda, Iván Manzanos le miraba entre asustado y arrogante,
-grandísimo hijo de puta-, le dijo el inspector. Mientras, en el interior el último de los policías seguía junto al otro ocupante de las duchas.
Uf, esto sí que ha sido una emoción fuerte, me tiembla todo el cuerpo. Cuando los policías se me han venido encima…, lo único que he podido pensar ha sido se acabó. Espero que este poli tome mis temblores por nerviosismo. ¿Dónde coño he puesto el calcetín?.
-¿Qué ha pasado?-, le pregunto porque es la pregunta que otro en mi lugar haría,
-no se preocupe, es un asunto de la policía, por favor le ruego acepte nuestras disculpas por el trato, gracias-, me responde y se va. Cuando salgo de los vestuarios me doy cuenta de que ni siquiera me ha preguntado mi nombre, mejor, es hora de irse a acabar todo esto. Bien, muy bien, perfecto. Esto se merece un gran desayuno, y la verdad es que una vez pasado el susto, tengo hambre.
Manzanos miró a los dos hombres entre los que le sentaron en el coche, y por primera vez se dio verdadera cuenta de que las cosas pintaban muy mal para él. Mientras, en el asiento delantero Navarro mostraba su mano derecha a Arteaga, la tenía cubierta con un guante de látex, y en la palma se apreciaba un mechón de pelo. Arteaga asintió y arrancó el vehículo.

La sala de interrogatorio no era exactamente igual a las de las películas, no tenía el famoso espejo. Manzanos se había dado cuenta de ese detalle hacia un rato, así como en las cuatro cámaras que vigilaban con una luz roja encendida desde cada una de las esquinas. Llevaban un buen rato metidos en la habitación, y pese a la insistencia del periodista ninguno de los presentes se había dignado a hablar con el salvo para ordenarle que cerrara la boca. A ambos lados de la puerta estaban aquellos dos hombres fríos y callados que le ponían los pelos de punta. La mesa central estaba rodeada por tres sillas, una la ocupaba él con las manos esposadas al respaldo, enfrente se sentaban el hombre joven vestido con un traje y de trato educado, y el otro enorme y desaliñado con toda la pinta de un delincuente barriobajero, que le miraba con odio no disimulado. El periodista había tenido tiempo suficiente para calmarse y estudiar la situación. Evidentemente era grave, muy grave. No se monta semejante dispositivo por una multa de tráfico. De todas las conjeturas que habían pasado por la cabeza de Manzanos solo una parecía tener consistencia. Después de la traición que supuso el echarle como a un perro del periódico, y de excluirle de igual forma de los medios del grupo, De Castro quería su cabeza. ¿Pero para qué y de qué se le acusaba, de tener opiniones radicales?, eso era ridículo, pero conocía lo suficiente al Presidente del grupo mediático como para saber que era capaz de cualquier cosa, y eso le atenazaba. Necesitaba saber con urgencia cual era su papel en toda aquella historia.
Alguien llamó a la puerta y el del traje salió. Manzanos vio claramente como hablaban mientras el desconocido le mostraba unos documentos. Oyó decir al del traje -buen trabajo-. Volvió a entrar cerrando de nuevo la puerta y se le quedó mirando unos segundos con rostro indescifrable antes de comenzar a hablar;
-Soy el Capitán Arteaga, de Seguridad Nacional, y este es el Inspector Jefe de Policía Navarro. Le comunico que está usted detenido por los asesinatos del Obispo García, del Diputado Palacios y Carmen Yuste, de Alfonso Barros, de José Martínez y de su acompañante Gloria González-,
-esa es la mayor estupidez que he oído en toda mi vida, ¿está usted loco?. Oiga, no sé de donde coño se saca semejante idiotez, pero más le vale a usted y a su pandilla que rectifiquen inmediatamente este sinsentido o mi abogado los hundirá en la miseria-, dijo del tirón mientras su cabeza no paraba de repetirle que el hijo de puta de De Castro se las pagaría todas juntas. Así que se trataba de eso, bien, el también sabía cosas, por no hablar de las que podía inventarse.
-Por cierto, señor agente-, añadió con cierta sorna, -no veo a mi abogado por ningún lado, ¿ha olvidado usted la ley?, no es muy buen comienzo por su parte-, añadió mientras enarcaba una ceja,
-señor Manzanos-, dijo Arteaga con calma, -no olvido la ley, de hecho a usted se le ha aplicado una que literalmente dice, “que aquellas personas nacionales o extranjeras que atenten contra la seguridad del Estado, su integridad o la vida de nacionales o extranjeros con fines terroristas, podrán ser interrogadas por los Servicios de Seguridad por un plazo de setenta y dos horas sin la presencia de su abogado. Los interrogatorios deberán ser grabados, y aquellos que tengan acceso a ellos quedarán sometidos a la ley de Secreto de Estado”-.
Arteaga esperó a que sus palabras calaran en la mente de Manzanos y prosiguió,
-Señor Manzanos, tenemos pruebas físicas y de ADN que le sitúan a usted en tres de los cuatro escenarios de los asesinatos. Usted ha mantenido durante los últimos años opiniones públicas de un radicalismo extremo contra los valores y la forma de vida que representaban cada una de las víctimas. Ha tenido enfrentamientos verbales en los medios de comunicación con alguno de los asesinados, concretamente con el señor Barros, del que llegó a decir y cito literalmente “que si por usted fuera el mejor sitio para ese traidor era frente a un pelotón de fusilamiento”. Ha sido recientemente expulsado del grupo mediático donde trabajaba, según nos han confirmado desde el mismo, “por desviarse de la línea editorial del grupo, de carácter conservador, a posiciones claramente extremas”. Señor Manzanos, tenemos las pruebas, el móvil, usted tuvo la oportunidad y los medios, y cualquier psicólogo de primer año declarará de usted que es una persona dictatorial, violenta y paranoica. Si le soy sincero ni siquiera necesitamos su confesión porque las pruebas son incuestionables, pero esa misma ley que usted dice que desconozco me obliga a darle la oportunidad de defenderse o de admitir sus crímenes, e incluso la de mentir en su defensa. La cuestión es, ¿tiene usted algo que alegar en este interrogatorio?-,
Manzanos intentaba comprender hasta qué punto el maldito De Castro se la había jugado, aunque la respuesta era obvia. “Cabrón, jodido cabrón. Se va a hinchar a vender periódicos con mi piel”.
-Escuche, estúpido policía. No tiene nada, ¿me oye?, nada. Todo lo que me ha dicho es circunstancial. Los muertos eran una pandilla de traidores encantados de sí mismos, que representaban su papel de progres mientras se llenaban los bolsillos. Me importa una mierda que estén muertos, pero yo no los maté, ¿tiene usted la suficiente capacidad intelectual como para entender eso?. En cuanto a las pruebas que dice tener cualquier cabrón las pudo colocar en donde unos inútiles policías las encontraran, y créame, por lo visto algún traidor muy listo me la ha jugado muy bien, y sé quien ha sido, lo sé-.
Navarro ya había oído suficiente. Durante el tiempo de espera, mientras los técnicos realizaban el análisis de ADN de los pelos que había arrancado a Manzanos no había dicho ni una palabra, ni durante el intercambio entre Arteaga y el detenido, simplemente se había dedicado a estudiar al individuo. Evidentemente era “uno de esos”. Un puto e inútil niño de papá consentido, al que nunca nadie puso límites con un par de hostias bien dadas a tiempo. Un chico rico que se permitía los excesos que le venían en gana, bien cubierto por dinero y apellidos. Un hombre acostumbrado a que le chuparan el rabo y el ego a partes iguales. Un hijo de puta al que al parecer no le gustaba que nadie le dijera “no”.
Navarro se levantó, rodeó la mesa y se colocó a un palmo de distancia de Manzanos.
-escúchame, hijo de puta-, empezó a hablar lentamente, -vas a pasar el resto de tu miserable vida en la cárcel. Vas a pagar todo lo que has hecho-,
Manzanos se echó hacia atrás mientras el policía hablaba. Aunque pudiera parecer miedo visto desde la perspectiva de los presentes, lo que empezaba a sentir el periodista con la proximidad de Navarro era repugnancia. El rostro de aquel tipo irradiaba todo aquello que el repudiaba. Podía ver claramente la caspa en aquel pelo sucio, la nariz y las orejas parecían zarzales donde una maraña de pelambre crecía a su antojo. Los ojos no eran más que la prueba de un intelecto de mono, y la boca, enmarcada en aquel bigote estúpido guardaba unos dientes grandes y amarillos, y una lengua que apestaba. Mientras, aquel policía de comic barato seguía hablando,
-me encargaré personalmente de que te manden a un sitio donde todos y cada uno de los días que te queden de vida sean el peor que hayas vivido, voy a joderte cabrón-,
Manzanos giró la cara, no aguantaba el olor de aquella boca ni el discurso cutre de aquel cerdo,
Navarro reventó y le giró la cara violentamente mientras le gritaba acercándose aún más,
-!hijo de puta, encima me giras la cara, ¿me estás girando la cara, cerdo?!-,
Le estaba escupiendo, aquel energúmeno le estaba escupiendo en la cara. Manzanos no aguantó más, un velo ciego de ira y de asco hacia aquel ser repugnante le hizo reaccionar, echó un poco más la cabeza hacia atrás y luego la impulsó con todas sus fuerzas hacia adelante. Su frente golpeó violentamente el tabique nasal del policía, que cayó de espaldas mientras se llevaba las manos a la cara. Un hilo de sangre se filtró entre sus dedos, se puso en pié de un salto y avanzó directamente hacia el detenido con las manos extendidas y la cara cubierta de rojo. Arteaga se interpuso en el último momento entre Navarro y Manzanos, que sonreía desafiante sentado en la silla. El agente ordenó a los dos de la puerta que se llevasen al detenido mientras intentaba sin demasiado éxito calmar al policía,
-¿estás bien?, le preguntó a Navarro cuando se quedaron solos-,
-sí, solo es el tabique roto. Que cabrón-, respondió calmado de repente, mientras intentaba taponar la hemorragia con un pañuelo sucio. Arteaga miraba de reojo las luces de las cámaras, ahora apagadas.
Los otros dos hombres, que hasta ese momento habían permanecido en silencio, comenzaron a hablar de repente mientras trasladaban a Manzanos por lo que parecía ser un pasillo infinito.
-Oye Carlos, ¿te he contado alguna vez cómo de casi la casco en Afganistán?-,
-Hum, creo que no Luis, ¿Qué te pasó?-,
-fue la hostia. Imagínate, yo aburrido como una ostra sin más diversión que tirarle piedras a los escorpiones, así que decido dar un paseo relajante por los alrededores sin más intención que hacer un poco de turismo. En un recodo me encuentro con tres lugareños a los que pregunto, con gran educación, donde coño hay un bar donde tomarse una cerveza. Los tíos me miran como si les debiera dinero o me hubiese follado a sus hermanas, y se sacan de la nada un auténtico arsenal, ya sabes cómo son esos trajes típicos Afganos, llenos de escondrijos. Me cago por las patas abajo, evidentemente, y los muy brutos me llevan a empujones a una de esas tiendas pulgosas de piel de bicho que ellos usan, mientras no dejaban de decir cosas horribles de mi, o eso creo yo pues la verdad es que no entendía una mierda qué coño decían-,
-un mal trago, sin duda-,
-pues sí, para que te lo voy a negar. El caso es que durante un rato van y se dedican a contarme los huesos del cuerpo con las culatas de sus ak 47, lo cual, si te paras a pensarlo, puede llegar a ser un tanto desagradable-,
-te entiendo. Una vez me pillé un dedo con un cajón de la mesilla de noche. No me gustó-,
-veo que sabes de lo que hablo. Bien, el caso es que andaba yo liado buscando el puto túnel ese que dicen que ves cuando te llega la hora de cascar, mientras uno de los lugareños se empeñaba en sacarme un ojo con un cuchillo sin filo-, dijo mientras enseñaba a su compañero y a un alucinado Iván Manzanos una fea cicatriz en el párpado inferior de su ojo izquierdo, -cuando de repente aparece de la nada Ana Conti con esa mirada que sabes que pone cuando algo le molesta-,
-le aseguro que acojona-, apostilló el otro dirigiéndose a Manzanos, mientras pedía a su compañero que siguiese con la extraña historia,
-pues bueno. Va la tía y le vuela la sesera al primero de los parroquianos. El segundo intenta levantar su arma, pero lo deja estar cuando comprende que los muertos como el no pueden disparar. Y en cuanto al tercero, al que nunca le dio por depilarse las cejas, la Conti, en un alarde de buen gusto, se las separó con un agujero de más o menos nueve milímetros. Después nos fuimos a tomar unas cervezas, lo cierto es que yo tenía la boca seca. Fíjate en el mejor de los detalles, Ana pagó las cervezas antes de llevarme al hospital, de donde por cierto nos echaron por borrachos. Gran mujer, sin duda-,
-instructiva historia. Ya se sabe que viajar por el extranjero, aunque seas una persona educada, conlleva ciertos riesgos. Así como que la amistad no tiene precio. Por cierto, ¿te has enterado de lo de la novia de Ana?-,
-¿la poli canija con cara de cría?. Pues sí, parece ser que un desaprensivo la atropelló o algo así. Pobre Ana, para una de nosotros que encuentra la felicidad en forma de retaco, va un cabronazo y de casi se la liquida. Malo, muy malo-,
-oiga, por cierto-, dijo uno de los tipos dirigiéndose a Manzanos, -¿usted no sabrá nada del atropello de una chica más o menos de esta estatura?-,
-!¿pero de donde salen ustedes, quien coño se creen que son y que cojones de historias estúpidas de lesbianas me están contando ?!. ¡Les exijo que me lleven inmediatamente con mi abogado, ahora!-, respondió Manzanos fuera de sí y sin entender nada,
-¿te das cuenta Carlos?. El mundo está lleno de gente fría y sin sensibilidad. Ya a nadie le interesan las historias bonitas-, dijo uno de ellos mientras se acercaban al final del pasillo, delimitado por una puerta y una ventana abierta,
-así es Luis. En fin. Señor, ¿su madre vive?-,
-no imbécil, ¿y a ti que cojones te importa?-, respondió Manzanos,
-mucho señor, nuestra buena acción del día depende de ese detalle-, dijo el llamado Carlos solemnemente.
Los dos hombres cogieron a la vez de las hombreras y del pantalón a Iván Manzanos, suspendiéndole prácticamente en el aire. Avanzaron rápidamente hasta la ventana abierta y lo arrojaron a través de ella. Cinco pisos de gritos agónicos más abajo la cabeza del periodista fue lo primero en llegar al suelo, golpeándose contra el bordillo de la acera y destrozándose literalmente el cráneo. Antes de que el cuerpo terminara de rebotar contra el suelo Iván Manzanos estaba muerto.
-Sigue la luz, cretino. Y dale recuerdos a tu puta madre cuando la veas, de nuestra parte y de Ana Conti-, dijo el tal Carlos asomándose por la ventana,
-¿Un cafecito de máquina antes de ir a informar a Arteaga del suicidio?-, preguntó Luis,
-Vale, pero el mío solo. Estoy echando tripa. Oye, ¿pero la canija se salva o qué?-,
-pues parece ser que si, de lo cual amigo mío debemos alegrarnos, aunque lo que no entiendo es qué coño le ve Ana, que está como un queso, a la cría esa. ¿Tú la conoces?, parecen el punto y la i-,
-Hay ojos que se enamoran de legañas-, sentenció sabiamente Carlos.

… Y cuando se cumplió la décima hora un país entero suspiró. Los mismos o parecidos pregoneros nerviosos de las cinco de la mañana entonaron la misma o parecida noticia al unísono a las tres de la tarde, el monstruo había muerto lanzándose por una ventana, acorralado y cobarde ante unas pruebas irrefutables. Todo encajaba, todo se explicaba, todo era lógico, todo era fácil. Mil periodistas entonaron el “yo ya dije” o el “a mí ya me parecía”, mil políticos se felicitaban a sí mismos por nada, mil curas entonaban glorias. Diez horas y un minuto después de que saltara la noticia del asesinato del ídolo, y después de un gran suspiro colectivo, el país volvió a agachar la cabeza y siguió mirando fijamente el suelo, buscando la esperanza muerta.

A la mañana siguiente de aquel largo día, Navarro, con sus mejores galas y repeinado con raya a un lado avanzaba por el pasillo del hospital. En su mano derecha un gran ramo de flores, del que misteriosamente goteaba agua, lucia majestuoso. Según se fue acercando a la habitación que ocupaba Marta, el volumen de la discusión entre esta y Ana fue en aumento, la puerta se abrió y un barullo de pelo negro y ojos asesinos se le acercó a grandes zancadas,
-… y en cuanto a ti, imbécil, ya te pillaré a solas. Tú y yo tenemos unos cuantos asuntos que tratar-, le espetó Ana al sorprendido inspector, y se alejó murmurando algo sobre -crías cabezotas y policías gilipollas-.
-!Vete a la mierda!-, oyó Navarro tras llamar a la puerta. -Soy yo Marta-, y asomó la cabeza temeroso de que alguien le tirase un zapato o algo parecido, -¿puedo pasar?-,
-Por fin alguien con dos dedos de frente. Anda, pasa y ayúdame-. Navarro avanzó por la habitación con el enorme ramo aun en la mano. No pudo evitar encogerse un tanto por el estado lamentable de la chica, estaba hecha un Cristo.
-¿Qué te ha pasado?-, le preguntó Marta al ver la nariz torcida y los ojos amoratados de su jefe,
-cosas que pasan-, le contestó, -¿Qué tal estás tú?-,
-meándome. Ayúdame a llegar al baño. Esa idiota estaba empeñada en que mease en un puto chisme para viejas. De verdad Navarro, a veces es peor que mi madre. A ver hombre, si no dejas el ramo de flores, ¿Cómo coño me vas a levantar?-, dijo todavía enfadada Marta, al tiempo que un azorado inspector jefe de policía se devanaba los sesos, intentando pensar de dónde sujetar a la joven sin hacerle daño y sin romperle nada.
-Levántame por los sobacos. Perfecto. Esto…, Navarro, ¿te das cuenta que de que me estás llevando en volandas?, todavía tengo piernas, y me funcionan. Gracias-. Unos segundos después el inspector oyó un inconfundible sonido a su espalda, que pudorosamente había dado a su subordinada mientras esta orinaba. -Dios mío de mi vida, que gustazo-, oyó que exclamaba la joven, a la que ayudó, cuando acabó, sujetándola por el brazo sano a llegar a la cama. El camisón de hospital, completamente abierto en su parte de atrás, hizo que la cara de Navarro adquiriese un extraño color rojo bermellón que no pasó desapercibido para Marta.
-¿Y ahora qué te pasa?-, le preguntó,
-te he visto el culo-, respondió el inspector,
-¿Y?-, volvió a preguntar Marta,
-no está bien que un jefe le vea el culo a su subordinada, ni que esté a un metro de ella mientras mea-, contestó muy serio Navarro, una gran sonrisa desdentada se burló de su pudor.
A petición de Marta el policía le contó, con pelos y señales, todo lo que había sucedido desde su atropello hasta el suicidio de Manzanos. Durante el relato la expresión de ambos se fue haciendo cada vez más seria,
-Arteaga y yo habíamos pactado el que le arrancara al cabrón ese un mechón de pelo durante la detención para comprobar el ADN, y las huellas las tomamos del típico vaso de agua de toda la vida-, decía Navarro, -así como, por motivos evidentes, el que él hiciera de poli bueno y yo de poli malo. Pero lo cierto es que prácticamente no me dio tiempo de hacer mi papel ni a Arteaga el suyo-, dijo señalándose la nariz torcida.
-Marta, en todo esto hay cosas que no me cuadran para nada. O la experiencia me falla, o tengo la sensación de que hay cosas que no se nos han dicho. Tengo la sensación esa que sueles tener tú, y eso me mosquea-,
Marta levantó las dos cejas interrogativamente,
-a ver-, dijo navarro y levantó un dedo. -Uno, todo es demasiado perfecto, todo encaja. Deberías oír las noticias, nadie cuestiona absolutamente nada en todo el puto país, y eso lo entiendo porque les hemos quitado un gran peso de encima. Lo que no entiendo es esta sensación de que nada ha quedado al azar, de que en este mes y pico que llevamos de asesinatos ninguna circunstancia paralela ha incidido en esta especie de guión escrito, pero bueno, eso puede ser solo una sensación. Dos, he interrogado a la hostia de chorizos, maleantes, asesinos y gilipollas de todo tipo durante un montón de años, y te juro que este tío era de los más hijos de puta que he visto. Un autentico payaso chulo como él solo, y para prueba no tienes más que mirarme a la cara; pero dijo un par de cosas raras, una fue que le habían tendido una trampa, y la segunda que él no era el asesino, y mi sensación era que creía en lo que estaba diciendo, aunque también es posible que esté confundido y nos estuviera mintiendo. Y tres, lo del suicidio, eso sí que no me lo trago ni de coña. Imagina a dos tipos del estilo de Ana pero en bestia, al detenido esposado, ¿y sin más logra zafarse de ellos y tirarse por la ventana?, si ese par de animales hubieran querido habrían noqueado a Manzanos con la misma facilidad que yo me tiro un pedo, y con menos esfuerzo. ¿A ti que te parece?-, preguntó Navarro con tres de sus dedos en alto,
-A ver Navarro, baja de la higuera-, dijo Marta sorprendida por la claridad de ideas que las palabras de Navarro le habían aportado, o tal vez porque a estas se sumase una considerable cantidad de analgésicos, el caso es que todo estaba encajado. Y aunque no le gustaba lo que ahora veía claramente, lo soltó del tirón a su jefe,
-Ana me dijo una vez que en este caso seguramente aplicarían lo de muerto el perro se acabó la rabia, y es ni más ni menos que lo que han hecho. Esto no es un caso policial, Navarro, es un caso político y de poderes que ni tu ni yo entendemos, y a esa gente no le interesan ni villanos ni héroes, solo que la masa les deje hacer en paz sus chanchullos y seguir con sus chiringuitos. El asesino removió la colmena social, y ese es un pecado inasumible para quienes viven de la miel. En cuanto a que si ese tipo era o no el verdadero asesino, esa es una cuestión secundaria. Si lo era, estupendo, se acabó el problema. Si no lo era y comete otro crimen, dirán que es un imitador y asunto arreglado. Y por supuesto que alguien se beneficiará de todo esto, tal vez Iván Manzanos os dijera la verdad o tal vez no, pero si es así seguro que alguien se lo ha llevado calentito y ahora mismo se está descojonando del muerto y de nosotros. Así que jefe, coge el puesto de comisario que seguro te van a ofrecer y dedícate a hacer tus cosas. Mírame y mírate, a mi casi me matan y a ti te han puesto una cara nueva. Creo que tú y yo hemos dado lo que podíamos, y por supuesto que nos han utilizado, eso era evidente desde el principio, ¿te acuerdas cuando nos preguntábamos qué pintábamos en todo esto?. Necesitaban que se nos viera a nosotros, a la policía, para que no se les viese a ellos en su juego de poder.”
-¿y entonces qué, nos rendimos sin más y no decimos ni pío?-, preguntó Navarro con un insospechado toque de dignidad herida,
-Jefe, no nos hemos rendido, nos han rendido. Igual que a Manzanos, que probablemente no se suicido, lo suicidaron. Este juego ha acabado…, o eso es lo que nos interesa que ellos crean. Si alguna vez encontramos un hilo sin atar, ya veremos que hacemos-, concluyó giñando un ojo a Navarro.
Un rato después Ana entró en la habitación sin llamar. Todavía estaba enfadada, o eso parecía dar a entender. No dijo nada y se quedó en la puerta.
-Bueno-, dijo Navarro dándose por aludido, -creo que va siendo hora de que me vaya. Nos vemos mañana Martita, cuídate-, y salió rápidamente de la habitación.
-¿Martita?-, preguntó Ana, -no sabía que ese animal supiese lo que es un apodo cariñoso-,
-pues que sepas que además ha sido el único que ha tenido el detalle de traerme flores, que me ha llevado en volandas para que pudiera mear como las personas y que me ha visto el culo y no ha intentado meterme mano, no como otras…-,
-primero, cuando ese bobo vuelva dile que al menos quite la tarjeta de las flores que robe, porque aquí dice “gracias María, me has hecho el padre más feliz del mundo”. Segundo, tú vas a mear donde el médico dijo que tenías que mear, ¿pero cómo se te ocurre decirle al cenutrio ese que te saque de la cama con dos costillas rotas, el brazo hecho trizas y la cabeza averiada, tu eres tonta o qué?. Y tercero, si ese mea pilas le hubiese intentado meter mano a mi chica ahora mismo se tendría que rascar las pelotas con los muñones. ¿Te queda claro?-,
-Ana, me pica la teta izquierda. ¿Puedes rascármela, por favor?. Con este brazo no puedo-, dijo Marta ronroneando y poniendo cara de pícara,
-dos años en el desierto pegando tiros, para acabar así-, dijo Ana mientras obedecía, -Ana Conti, tiradora de élite de la Seguridad Nacional, experta en artes marciales, técnicas antiterroristas y en rascar las tetas y limpiar el culo a la niña mimada del Cuerpo de Policía, manda huevos-.

La pantalla pasó a azul cuando terminó la grabación. Era la tercera vez que el Director y Arteaga la habían visto.
-Pon a tu técnico a trabajar en la copia final. Elimina la parte en la que el inspector le gira la cara a Manzanos, no nos conviene, y después guarda la copia y destruye todos los originales. ¿Algún problema previsible con “Carlos” y “Luis?”-,
-respondo por ellos, Director. Junto a Ana Conti son los mejores en lo suyo, son un tanto anárquicos pero muy profesionales. Por cierto, sería conveniente cambiar de destino a Conti, destinarla a protección de personalidades o algo parecido. Emocionalmente está tocada, tal y como ya le conté, y en su trabajo actual ya ha dado de sí todo lo que tenía que dar. No quiero que se quiebre, además es una buena amiga y mi interés es personal en este asunto-, dijo con firmeza Arteaga,
-¿Sentimientos Arteaga?, eso está bien. Quien crea de nosotros que no los tenemos es que no sabe nada de nada del precio que pagamos. Haz lo que creas conveniente con ella. En cuanto a los policías ya tengo preparada toda la parafernalia, ascensos, notas de prensa y demás, aunque el tal Navarro nos va a dar algún que otro quebradero de cabeza, ¿sabes que ha sido investigado en cinco ocasiones por cosas como corrupción, pruebas amañadas y maltrato a detenidos?-,
-¿qué me va a contar que no haya sufrido en mis propias carnes y en mi asignación de fondos?, pero a él le debemos la detención de Manzanos. Es un hombre con una inteligencia limitada, pero enormemente avispado, y lo cierto es que ni usted ni yo estamos en disposición de arrojarle piedras…-,
-cierto, pero explícale que a partir de ahora “sus” chanchullos son “nuestros” chanchullos, y que le quede claro. Una cosa más, tráeme a la chica cuando salga del hospital. Como ya te dije, si en realidad es tan buena como me cuentas la quiero para mí-,
-es sin duda la persona más intuitiva con la que me he topado. Apostaría mi sueldo a que a estas horas tiene una teoría sobre lo que realmente ha pasado, y probablemente sea la correcta. Además es…, bueno, ya la conocerá. Creo que el único ser en la tierra que no la aprecia es el agente al que le fastidió la muñeca, y ni siquiera estoy convencido de que eso sea así-.
-Mayor razón para atarla corto, Arteaga, no nos interesa que responda a preguntas si no somos nosotros quienes se las hacemos. Mejor no esperes, hazle la oferta ya y aprovecha para comunicar a Conti su cambio de sección-, dijo el Director un tanto sorprendido por la admiración que su subordinado parecía tener por la joven.
-¿puedo hacerle una pregunta, Director?-,
-Por supuesto-,
-¿esto es todo?, quiero decir, ¿cree usted que esto ya se ha acabado, que con la eliminación de ese loco, de Manzanos, las aguas volverán a su cauce?-,
El Director de Seguridad permaneció callado unos instantes, dudando entre contestar a su subordinado o dar cualquier respuesta banal. En fin, el joven se había ganado la confianza del Director a pulso, y esperaba sinceramente que algún día le sustituyera en el cargo. Ya iba siendo hora de compartir con él el peso de la duda.
-Para empezar, has descrito al asesino como un loco, por esa regla de tres, ¿cómo nos describirías a nosotros dos cuando planeamos su asesinato?, ¿Qué nos diferencia de él, el que nosotros tiramos gente por las ventanas y el mataba a golpes con una barra de hierro?, ¿Qué nuestra lógica es la salvaguarda del Estado y que la suya la desconocíamos?, ¿Qué nosotros actuamos motivados por el miedo al caos y él actuó para generarlo con algún propósito oculto?. Francamente, no sé qué contestar a tu pregunta, porque a pesar de que las pruebas incriminan directamente a Manzanos, lo que me muestra la grabación es solo a un presuntuoso estúpido, y eso me crea dudas. Ojalá que como dices esto sea todo, pero, ¿tú ves a Iván Manzanos detrás de las respuestas a las preguntas que te acabo de hacer?, esa es la duda Arteaga. Lo que sí sé que es cierto, es que en esta historia todos hemos acabado siendo asesinos, pero yo no veo ningún loco en ninguna parte. Te garantizo que de igual forma en que nosotros tenemos razones para hacer lo que hemos hecho, quien quiera que haya estado o esté detrás de los asesinatos, Manzanos o quien sea, tenía las suyas…, y que yo las sigo buscando pese al vértigo que me produce hacerlo, y al miedo que me da encontrarlas-.
Arteaga iba dándole vueltas a la extraña respuesta del Director mientras conducía de camino a casa. Le habría gustado matizar las palabras de su jefe, pero algo en su interior le advirtió de que era mejor guardar silencio y opinión, y omitir la pregunta que le hubiera gustado hacer, “¿Cuál era la diferencia entre un loco y aquel que cree que su razón es motivo suficiente para matar?”.
Para Arteaga la respuesta era… ninguna. Ambos dejaban al resto del mundo al margen de sus cábalas.

-Siéntate, necesito contarte algo-, dijo el Presidente Florián al Director. Tras una larga pausa en la que ambos hombres se miraban el uno al otro sin decir nada, el Presidente pronunció un nombre y una orden.
-Gabriel Sierra, búscalo-.
Un suspiro profundo salió de la garganta del Director,
-en realidad llevo veinte días tras su pista, la conversación que tuve con De Castro y una observación de uno de mis subordinados me hizo recelar. Dejó su cátedra hace un año y pico para realizar “una investigación de campo”; y le esperan este otoño para reanudar sus clases. Aparte de eso parece ser que se lo ha tragado la tierra, nadie sabe nada de su paradero. Señor Presidente, ¿hay algo que yo debería saber y no sé?-,
El anciano se limpió con un pañuelo un residuo blanco de saliva seca y empezó a hablar como si estuviera solo, mirando fijamente a un punto inconcreto de la habitación,
-hace un año y unos cuantos meses pasé por una fuerte depresión, eso ya lo sabes. Después del diagnóstico de mi enfermedad me dije a mi mismo que había fracasado, y no hablo de los meses que me quedan de vida, soy viejo y voy a morir, eso lo asumo, sino porque todo aquello que soñé cuando era más joven, los esfuerzos por convertir este país en… el país que queríamos, se han ido a la mierda. No hemos sabido, no he sabido hacerlo. Se me ha ido de las manos, Director. Tú lo sabes y yo también-.
-No sé exactamente por qué le llamé. No sé si quería su consuelo, o su apoyo, o su perdón. Le conté lo mismo que en aquella época tantas veces te conté a ti, lo mismo que te acabo de repetir. Supongo que buscaba consuelo en el recuerdo de la época en que un senador idealista encontró en su leal escolta, y en un joven soldado amoral y sin escrúpulos a dos discípulos. Fui pretencioso entonces, y estúpido y senil ahora. Tú seguiste a mi lado, intentando suplir mis carencias, y él se fue cuando no supe enseñarle nada más, pero eso ya lo sabes y es otra historia. ¿Sabes lo que me dijo cuando terminé de lloriquear?, tengo grabadas sus palabras en la frente. Dijo que me pagaría su deuda, y que cuando todo acabase nos sentaríamos a saldar cuentas. No le entendí, o no quise entenderle entonces. O tal vez le estaba pidiendo una acción desesperada que salvase mi conciencia, y ahora quizás sea demasiado tarde. Búscalo, necesito saber dónde está-.
El Director abandonó la residencia del Presidente de la República maldiciéndolo en sus pensamientos,
-maldito idiota, maldito viejo idiota-.

-Tengo algo que deciros, o mejor dicho, algo que comunicaros oficialmente-, dijo Arteaga a las dos mujeres después de las preguntas de cortesía sobre la salud de Marta, y de las bromas de esta sobre si no tenía un destino en América Latina para la pesada de Ana,
-y si-, añadió. -La cosa va sobre destinos. Ana, te voy a sacar del grupo operativo. Tienes quince días de vacaciones, y después te incorporarás a Seguridad del Gobierno…, y esto no es una sugerencia, sino una orden. ¿Algún problema?-,
Una inmensa sonrisa y un gracias disimulado confirmó a Arteaga que aquella conversación en el coche había tenido un buen final.
-Y en cuanto a nuestra experta en ver claro donde el restos de los mortales no ven nada, el Director de Seguridad ha insistido en que te reclute como analista, ¿qué me dices?-, preguntó a Marta con una sonrisa.
-Hombre Arteaga, la respuesta es más que evidente. No, gracias-. Respondió muy seria Marta al tiempo que los dos agentes se quedaban con la boca abierta.
-Todos, salvo Ana, me juzgáis por mi aspecto y no por lo que valgo-, dijo en un patético intento de parecer ofendida, -y eso va a cambiar. Solo trabajaré para vosotros como consultora independiente, solo en los casos que yo elija y con el equipo que yo decida, y por eso me pagareis un sueldo asquerosamente alto, y quiero un contrato donde se recojan mis condiciones, y con muchas firmas-, terminó zanjando la cuestión irremisiblemente.
-Ana, ahora que lo pienso creo que tengo un puesto en La Habana para ti, aun estás a tiempo de salir corriendo de las garras de esta usurera-, dijo Arteaga medio en serio medio en broma,
-ni por un autobús lleno de Cubanos mulatos la cambiaría. Resulta que va el destino, hace un quiebro, y me encasqueta a una pirada que va a poder llevarme a sitios muy, muy caros. Arteaga, que no soy tonta-.

Ana golpeaba el saco de entrenamiento con todas sus fuerzas. Las últimas cuarenta y ocho horas habían colocado sus nervios en posición de “alarma total”, y lo de esa misma mañana hubiese sido la gota que colma el vaso si no se hubiese ido. Marta había pasado relativamente bien la noche, lo cierto es que se estaba recuperando mejor de lo que todos esperaban, pero en directa proporción a la recuperación de su pareja, el agotamiento mental de Ana por todo lo que había pasado desde que Arteaga le dio la noticia del atropello, le ponía a cada momento que pasaba de peor humor. Tenía unas ganas locas de llevarse a Marta a casa, de que todo volviera a la normalidad de los apenas veintitantos días que llevaban juntas.
Cuando a la hora de las visitas la habitación se llenó con Navarro, Jiménez, Arteaga, los gemelos, cuatro policías a los que no conocía de nada y un comisario plomo, a Ana se le iba la mano de la Glock a la Beretta y de la Beretta a la Glock inconscientemente. Marta, que no dejaba de vigilarla con el rabillo del ojo, la llamó mientras aquella jauría discutía sobre no se sabe qué.
-Cariño-, le dijo con toda la ternura que pudo, -necesito que te vayas a casa. Mira a ver si el gato no se ha muerto de hambre, y tráeme ropa interior, no estoy a gusto aquí medio desnuda y tapada solo con la sábana con tanta gente. Y por favor, da un paseo o vete al gimnasio o lo que tú quieras, pero después prométeme que te vas a dar una ducha relajante, ¿vale cielo?. Y no vuelvas por aquí hasta la hora de comer, va a venir mi madre y es peor que todos estos juntos-.
-¿Quieres que te los espante, te están molestando?-, dijo Ana con una mirada rara,
-claro que me molestan, pero está bien que la gente se preocupe por una, eso es algo bonito Ana. Anda, márchate antes de que te de algo. Te prometo que tengo tantas ganas como tú de que me den el alta, estoy loca por dormir contigo y tener un poco de paz-. Una carcajada brutal de Navarro termino de decidir a Ana, besó fugazmente a Marta y salió de aquel camarote de los hermanos Marx.
La verdad era que después de vaciar diez cargadores en la sala de tiro, trescientas abdominales, cinco kilómetros de cinta y los veinte minutos que llevaba dándole hostias al saco se sentía de mucho mejor humor,
-vaya vaya-, oyó que decía una voz conocida a su izquierda, -fíjate Carlos, ¿a quién te recuerda esta señora?-,
-hum, déjame pensar un momento-. Le llegó la respuesta desde su derecha. -Tiene un cierto parecido con una agente que trabajó aquí, una tal Ana no se qué. Sin duda debe de ser su abuela, dicho sea con el máximo respeto señora, por como la edad ha hecho mella en sus carnes. Luis, amigo mío, acepta lo que ves como muestra de que el tiempo no pasa en vano-,
Ana dejó de golpear el saco mientras una gota de sudor resbalaba por su frente hasta quedar suspendida en la punta de nariz,
-gran verdad lo que dices Carlos. En fin, regodeémonos en nuestra propia juventud, piensa en todos los años que nos quedan por delante hasta llegar a este ejemplo de decadencia-.
La gota cayó de la nariz de Ana. Antes de que llegara al suelo las manos de la mujer atenazaban los testículos de los agentes con fuerza,
-no sabía que se permite la entrada de niñas pijas al gimnasio del Servicio Nacional de Seguridad-, dijo Ana sin mirar a ninguno de los dos hombres, -sin duda, puesto que estáis aquí, os habrán dicho quien es la mejor agente de este país, ¿sabríais decirme cual es su nombre, por favor?-, y su mano izquierda apretó con fuerza,
-Ana-, le respondió una voz quejumbrosa desde ese lado,
-Ana… ¿qué más?-, dijo y apretó la derecha,
-Conti-, terminó la otra voz entrecortadamente.
Ana soltó sus presas, sonrió a ambos y se fue camino de la ducha sin decir nada. Salir un rato del hospital le había sentado muy bien.
-Maravillosa mujer-, dijo Carlos intentando erguirse,
-Sin duda así es. Además, he logrado verle un cacho de teta mientras me machacaba los huevos, una experiencia que recordaré mientras viva-,
-encantadora visión, aunque he de confesarte que una vez, sin que mediara premeditación por mi parte pues sabes que un hombre piadoso como yo jamás pecaría de esa sucia manera, la vi totalmente en pelotas-,
-!no es posible que eso sucediera y que no me lo hayas contado!-,
-amigo mío, el recuerdo de las balas de su pistola revoloteando alrededor de mi cabeza ha sido más que suficiente para callar aquella experiencia, aunque reconozco que valió la pena-.

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