Iván Manzanos se consideraba a sí mismo el azote del
país; era una de esas personas en las que las circunstancias y las convicciones
fraguaban, con el tiempo, en un ser extremo.
Como fuera que fuese que sus artículos en el
periódico más representativo del conservadurismo nacional eran jaleados por un
sector cada vez más amplio del país, suma de la burguesía clásica (de la que el
formaba parte por ascendencia y convicción), y de esa masa compuesta de nuevos
pequeños ricos temerosos de perder sus ahorros, ultranacionalistas airados ante
la posibilidad de disolución de sus señas de identidad, católicos
escandalizados y otros sectores sociales a los que la ira o el miedo, que
vienen a ser lo mismo, atenazaban, este hombre decidió no solo seguir subido a
un carro del que nunca pensó apearse, sino además darle y ser su voz.
Lo que nunca llegó a imaginar aquel día en que
decidió quitar la mordaza a su pluma, escandalizando a muchos y agradando a
otros muchos, era el éxito que iba a obtener ni el apoyo, en voz alta o sotto
voce, de al menos parte del ala más conservadora del país. En un ataque de
genialidad en una entrevista en la que se le preguntó si lo suyo no era una
“huída hacia adelante”, respondió “que de ninguna manera, que lo que él hacía
era ir hacia adelante”, haciendo de esa frase y desde ese momento titular y encabezamiento
de sus artículos. Y en el que acababa de escribir ese “ir hacia adelante”
cobraba una especial importancia. Orgulloso y pagado de sí mismo releyó su
pasaje favorito,
-no seré yo quien haga de un asesino un héroe, ni de
una víctima un culpable, pero lo cierto en mi opinión y en la de muchos, es que
tras los hechos acaecidos en las últimas semanas se esconde el hartazgo de una
sociedad huérfana de valores morales, asesinados por quienes han hecho de este
país un reino de Taifas; donde cada cual brega en su provecho destrozando lo
que nos ha costado siglos ser. Porque esa es la pregunta, ¿qué somos, simples
comparsas de quienes desde fuera y desde dentro de nuestras fronteras se
empeñan en menospreciarnos diciéndonos que hacer y cómo?, ¿es que no os dais
cuenta en la calle, en vuestro trabajo o cuando estáis frente al televisor que
están diluyendo nuestra esencia con una mezcla donde todo y todos están
permitidos?-.
-Yo no veo más que gente extraña a quienes nuestro
país les importa solo en base a lo que pueden llevarse; conductas amorales de
nuestros propios nacionales, aplaudidas y legalizadas por quienes dicen
representarnos; juventud malsana sin el más mínimo respeto al orden y a las
formas. Miro y veo desorden, caos y delincuencia en cada esquina. No seré yo
quien haga de un asesino un héroe, solo digo que alguien harto a tomado una
decisión, errónea y desencaminada, pero es que alguien debe empezar a hacer
algo por este país.-
-Bien, perfecto. Esto va a levantar ampollas-, pensó
satisfecho mientras remitía vía mail a la redacción del periódico su artículo,
tras lo cual tomó su bolsa de deporte para dirigirse al club; tenía partido con
un antiguo tenista amigo suyo, sabía de antemano que iba a perder ante la
habilidad del viejo profesional, pero ese día nada le iba a borrar la sonrisa
de la cara.
Diecisiete
de mayo.
La reunión tuvo lugar en la Catedral. Por supuesto
ese no era el nombre que figuraba en la pulida placa de bronce a la entrada del
club social, pero cualquiera que fuese realmente alguien sabía de ese nombre y que
era allí donde se cocían muchos de los negocios y las políticas del país, al
menos todos los que tenían que ver con uno de los lados del poder.
La Catedral ocupaba por completo el inmenso ático
del edificio. Las únicas paredes que interrumpían lo diáfano de aquellos más de
setecientos metros cuadrados sostenidos por columnas labradas, eran las que
daban a la cocina, el almacén y los lujosos baños. Las paredes eran
innecesarias, cada una de las personas que en ese momento ocupaban la estancia,
sentados solos en sillones de piel o en pequeños grupos alrededor de mesas de
caoba pulida sabía cuál era su sitio, y solo los uniformados camareros tenían
acceso, sin necesidad de cita previa, a cada rincón. Las malas lenguas
afirmaban que lo abierto de aquel espacio respondía a la necesidad de ver venir
a posibles enemigos, y en parte no les faltaba razón.
Alguno de los presentes, los menos, reconocieron al Director
de la Seguridad Nacional dirigiéndose seguido de un joven hacia el santa
sanctórum, e inmediatamente lo olvidaron. Dirigirse sin más hacia el trono solo
podía responder a una invitación de De Castro, y a este no le gustaban los
curiosos.
-Señor De Castro-, saludó el Director indicando a
Arteaga que se quedase a unos diez metros de ambos,
-Director Hernández-, dijo el primero indicando un
sillón frente a donde se encontraba sentado, mientras un camarero ponía presto
sobre la mesa un lujoso vaso lleno de Bourbon de la marca preferida del Director,
-espero que sus vicios no hayan cambiado. Dígale a su chico que puede tomarse
un refresco y que se relaje, parece un poco tenso-.
Arturo de Castro era presidente del mayor grupo mediático
del país, tercero en el ranquin mundial, accionista mayoritario de una de las entidades bancarias de primer orden nacional,
consejero en un par de empresas eléctricas, con participaciones en petroleras,
constructoras, y en todo lo que fuese, hiciese o generase dinero. Dios en
persona había invitado al Director a hablar con él en la Catedral, y este quería
saber porqué.
Mientras realizaban las formalidades de rigor, el Director
Hernández analizaba al anciano sentado frente a él con la misma perseverancia y
perspicacia con que se sabía estudiado. El hombre había envejecido desde la
última vez que se vieron, “aunque siempre le recuerdo viejo”, pensó sin dar
importancia al dato; pero su edad no era óbice para que siguiera siendo un
auténtico mago de las situaciones. Se había colocado dando la espalda al enorme
ventanal, sentado en un sillón cuyo respaldo justo llegaba hasta su cuello, de
tal forma que el sol de la tarde que entraba en la estancia impedía a quien le
mirase de frente distinguir con claridad su cara envuelta en una atmosfera
irreal. El Director sabía por experiencia que nada en aquel hombre era casual;
el viejo podía ver perfectamente sus reacciones y el apenas intuía las de su
contrincante, claro que toda moneda tiene dos caras y esa actitud podría
responder a una forma de protegerse más que a una de amedrentar, o a ambas.
Empezaba el juego,
-Bien señor Director, aunque siempre es un placer su
compañía, evidentemente hay algo que me preocupa y que creo conveniente tratar
con usted-,
-siempre a su servicio, en tanto sus preocupaciones no
sean imposibles para el Estado…,- dijo mientras pensaba “primer tanto para mí.
Suéltalo ya viejo cabrón”.
-Sin más dilaciones entonces. ¿Sabe?, estoy
francamente preocupado por los lamentables asesinatos de estas semanas, no son
buenos ni para el país ni para los negocios. Cierto que estamos aumentando las
ventas en prensa e ingresando en caja pluses publicitarios en televisión, pero
no me gusta lo que no controlo, y esto me da muy mala espina. Verá, no estoy
sentado en este sillón porque me haya tocado en un sorteo, sino a base de
pelear, traicionar y evitar traiciones; y por supuesto, saber intuir la
oportunidad o el peligro. Yo tengo mis fuentes como usted tiene las suyas. Sé
que Seguridad Nacional anda husmeando entre los míos buscando conspiraciones o
algún chiflado, y sé que su gente le ha informado de nuestro asombro ante lo
que está pasando; y por eso le he llamado, para asegurarle en persona que desde
este lado, al menos institucionalmente, no tenemos nada que ver con lo que está
pasando; es más, estoy en condiciones de asegurarle que los del otro lado
tampoco ganan nada con todo este asunto-.
Mientras hablaba, a De Castro no se le escaparon los
detalles de las manos entrelazadas y de blancos nudillos del Director ni de la
gota de sudor que resbalaba por la cara de su joven acompañante; prosiguió con
una mueca que solo un optimista convencido hubiese dado por sonrisa.
-Entre ellos y nosotros nunca ha habido desde que
este país es democrático, y pese a lo que la gente pueda creer, una guerra.
Comprendimos hace treinta años que ganábamos mucho más siendo complementarios
en un sistema que al fin y al cabo consensuamos entre nosotros, que
destruyéndolo; y cualquiera que quiera y pueda mirar los resultados de nuestras
empresas y de las suyas llegará a la conclusión de que esa es la mejor forma de
ganar dinero a medio y a largo plazo. La democracia, mi querido Director, nos
justifica, nos respalda y nos hace poderosos, a ellos y a nosotros; así que no
tiene ningún sentido matar a la gallina de los huevos de oro, ese es un detalle
que seguro no se le escapa a alguien de su inteligencia-.
Sin saberlo, el señor De castro repetía los mismos
argumentos que en su día escuchó el inspector Navarro de boca del funcionario
de exteriores, aunque aquella vez referidos a países centroamericanos.
Hizo una pausa, bebió un sorbo de su copa y encendió
un enorme puro que le envolvió en una nube azul, mientras sus ojos escaneaban
las reacciones de sus invitados. El Director no dijo nada e intentó disimular
un rictus, sabía que lo sustancial del discurso venía a continuación. El viejo
comenzó a hablar en tono pausado, a media voz, mirando fijamente a su
acompañante,
-Por supuesto que dejamos ladrar a nuestros perros,
e incluso que se ataquen y se devoren; eso es parte del negocio y da buenos
beneficios a nuestros contrarios y a nosotros. Pero a los míos los ato corto,
soy yo quien les azuza o quien les pone bozal, y señor Director, le aseguro que
si alguno se desmanda o muerde donde no quiero, lo sacrifico, y mis queridos
enemigos no tendrían dudas en hacer lo propio-.
El Director asintió ante lo que sabía cierto,
invitando al anciano a que siguiera con su exposición.
-Permítame-, continuó el hombre, -un regalo de mis
antagonistas y mío. Centre usted los esfuerzos de su gente en buscar a una sola
persona tan perturbada como para pretender destruirnos a todos, y escúcheme
bien-, le dijo mientras se acercaba levemente hacia el Director, -Si en esos
esfuerzos ustedes se ven limitados por la ley, avíseme y pondré la cabeza del
nombre que usted me dé en una bandeja de plata encima de la mesa de su
despacho, y no hablo metafóricamente, esto no puede, no debe ir a más-, terminó
mientras apuntaba directamente con su puro al Director.
Se quedó callado unos segundos, tras lo cual solo
añadió,
-Como siempre ha sido un placer hablar con usted,
salude a los suyos de mi parte-. Y de nuevo se echó hacia atrás mientras sorbía
un trago de su copa.
Mientras caminaban hacia la salida de la Catedral,
acompañados por un camarero cuya espalda delataba como profesional de la
seguridad, Arteaga no pudo evitar la sensación de que ojos invisibles les
miraban. “Monstruos”, pensó; y los pelos de la nuca se le erizaron mientras su
mano derecha palpaba, en un acto inconsciente, la Beretta alojada en su costado
izquierdo.
El Director y Arteaga no habían intercambiado una
sola palabra desde que abandonaran la Catedral, y de eso hacía ya veinte
minutos. Mientras se dirigían en el coche camuflado hacia “la casa”, cada uno
de ellos cavilaba sobre el contenido, unilateral, de la reunión. Por fin, el Director
se dirigió a su subordinado,
-piensa en voz alta-, le dijo,
-bueno, los mensajes eran bastante claros. Ni
nosotros ni ellos tenemos nada que ver en el asunto, no nos gusta y si
necesitáis un chivo expiatorio tenemos el que se adapte al gusto del consumidor-,
respondió Arteaga,
-te he dicho que pienses, no que repitas el mensaje.
Te recuerdo que ese viejo y su pandilla están convencidos de ser los dueños, al
menos en parte, del país; y al menos en parte están en lo cierto. Sin embargo
nos llaman a nosotros, simples funcionarios mortales, para asegurarnos su
inocencia y brindarnos su ayuda. Arteaga, te juro que es la primera vez en quince
años que intuyo el miedo en esa gente, y en ese tiempo hemos tenido problemas
mucho más gordos que el asesinato de un cura y de una pareja, por muy diputado
que fuese uno de ellos y por muy obispo que fuese el otro. El muy cabrón ha
omitido algo, se ha guardado a qué coño teme. Dame a que se corresponde ese
temor y te daré el móvil de los asesinatos, tan cierto como que eso que se está
ocultando es el sol-.
Tras varios segundos de vacío mental el joven habló,
-Si yo tuviese el poder temería perderlo-. La frase
le salió a Arteaga de forma natural, sin pensarlo.
El Director miró a Arteaga con cara de asombro y
tardo cierto tiempo en asimilar el fogonazo en su mente. A partir de ese
momento el cerebro se le disparó en una sucesión de razonamientos que le
llevaron a una sola conclusión viable,
-será cabrón el puñetero asesino-, sonriendo se giró
hacia Arteaga, -¿no lo entiendes?-, y mientras el Director reía su propio
chiste Arteaga no podía dejar de mirar a su jefe pensando en qué momento había
dicho algo gracioso.
-¿Quién tiene la fuerza para despojar del poder a
los poderosos?- preguntó el director tras un lapsus de silencio en el que
Arteaga no lograba quitarse de encima la sensación de que era tonto,
-evidentemente alguien todavía más poderoso que
ellos. Alguien con más recursos de los que dispone esta gente-, respondió sin
saber hacia donde quería ir su jefe. Este, borrando la sonrisa de su cara le
miró fijamente. Arteaga hubiese jurado que la nueva expresión en ese rostro que
tan bien conocía era de ternura, y dirigida hacia él.
-Está en la naturaleza de los jóvenes repetir los
errores de los que ahora son viejos-, dijo más para sí que como réplica a la
respuesta de Arteaga, y durante el resto del viaje no dijo nada más.
Cuando el coche se detuvo en el aparcamiento del
edificio de Seguridad el Director preguntó,
-¿Por cierto, cuánto tiempo ha pasado desde el
primer asesinato?-,
-veinte días-, respondió Arteaga automáticamente,
aun incómodo por la enigmática cita de su jefe que no sabía cómo interpretar y
a la que llevaba un rato dando vueltas,
-¿y de los asesinatos de Palacios y Carmen Yuste?-,
-diez-, ¿pero por qué le preguntaba algo que
evidentemente ya sabía?,-Oh mierda, joder…-
-llama a tu gente, pero solo a los de confianza.
También a los tres policías. Quiero que oigan la grabación de la conversación
en la catedral y que saquéis conclusiones, pero que les quede a todos muy claro
que esa conversación es secreto de Estado. Cuando lleguéis a un consenso me
informas. Y prepara un equipo de forenses, me da igual que sean nuestros o de otro
cuerpo pero que sean los mejores, es posible que los necesitemos en las
próximas horas, si me necesitas estaré hasta tarde en mi despacho, tengo viejos
archivos que ordenar, y una llamada que hacer.- Ordenó el Director mientras
entregaba a Arteaga el pequeño grabador que hasta ese momento había permanecido
oculto en su chaqueta. Dando media vuelta y sin esperar respuesta ni compañía
tomó el ascensor.
La escena no tenía desperdicio. Arteaga pensaba,
mientras intentaba mantenerse impertérrito como una estatua de mármol, que si
aquello era representativo de algo no quería ni por asomo saber de qué.
A un lado de la mesa, incluido el mismo, se sentaban
cuatro de los agentes de Seguridad Nacional con los currículos más brillantes
de todo el Servicio. Los cuatro expertos en materias tan exclusivas que muchas
de ellas se consideraban secreto, habituados a moverse en situaciones límite y
tan capaces de manejar un artilugio electrónico de última generación como de
partirle el alma a un fulano de un solo golpe. Lo más de lo más a un lado, y al
otro…, Arteaga no exteriorizó ni la más mínima expresión, aunque por dentro no
podía dejar de reírse.
A Navarro, Jiménez y Marta la llamada les había
pillado fuera de juego, tan fuera de juego que habían decidido por amplio consenso
que si los robots pelmas de Seguridad Nacional ni dormían ni comían (Navarro
había sumado por su cuenta otras cuantas cosas que tampoco hacían), ellos no
tenían porqué seguir un ejemplo tan poco civilizado, que además quedaba fuera
de cualquier convenio colectivo que se preciase de serlo. Antes de unirse a la
reunión a una hora tan poco mediterránea para trabajar como las diez y media de
la noche, habían decidido hacer una parada en el bar que ya empezaba a ser un
habitual y pedir unos bocadillos y unas cervezas para llevar, meter todo ello
en su lógica bolsa de plástico de una conocida cadena comercial y subirse las
vituallas a la reunión para poder degustarlas como Dios manda.
El olor a tortilla de chorizo, jamón con tomate y
calamares con mayonesa hacía juego con el sonido del papel de aluminio
grasiento, el zumbido de portátiles de última generación y el aire
acondicionado, por lo demás la estancia se mantenía en silencio.
Arteaga miró a los suyos, los más de lo más salivaban
tanto como él. Levantándose por fin, abrió la puerta de la sala de reuniones y
ordenó al suboficial que la custodiaba que inmediatamente le trajese un amplio
surtido de sándwich, bocadillos o cualquier cosa comestible, bajo pena de
ejercer como seguridad de la embajada de Tanzania durante los próximos cinco
años, si no lo hacía en menos de veinte minutos. Navarro le guiño un ojo.
Cuarenta minutos más tarde todos salvo Marta, que
luchaba a brazo partido con su bocadillo de calamares tamaño familiar, habían
acabado y se esforzaban con el café de rigor. Arteaga había intentado explicar
de qué iba la reunión a los asistentes, pero en vista de la mínima atención
obtenida y a la dificultad de parecer coherente mientras degustaba un bocadillo
de bacón con queso a las once de la noche, optó por esperar a todos acabasen
para poner en antecedentes a sus acompañantes. Curiosamente el banquete había
logrado un nivel de distensión y camaradería en el grupo difícil de conseguir
por otros medios, eso estaba bien, pensó.
El grabador, pese a su ridículo tamaño, era
magnífico. Una joyita carísima que una vez conectado a su correspondiente
equipo de audio era capaz de reproducir una conversación con todo detalle. El
recién formado equipo escuchaba mientras degustaban sus cafés, tomando nota
mental de las palabras pronunciadas por el señor De Castro, sus pausas y las
inflexiones de voz. Cuando la grabación concluyó, Arteaga pulsó la tecla de
stop y preguntó sin dirigirse a nadie en especial,
-¿y bien?-,
-tendría que pasar la grabación por el editor de
audio y compararla con otras grabaciones de la misma persona, pero si te sirve
de algo mi experiencia lo que dice es lo que cree. Si hay manipulación en la
información es previa a que le llegase a este hombre; el está seguro de lo que
dice y se siente amenazado-, afirmó con rotundidad Ana Conti, la mujer que se
sentaba a la izquierda de Arteaga, este asintió sin más dando por buena la
explicación.
Jiménez, suspicaz como siempre, no pudo dejar de
preguntar a aquella mujer morena y de ojos de un verde tan claro que parecían
transparentes sobre si estaba lo suficientemente segura como para ser tan
contundente,
-señor Jiménez-, contestó esta mientras miraba a
Arteaga pidiéndole permiso para responder, este asintió, -parte de mi trabajo
consiste en saber cuando alguien dice la verdad o cuando miente, y hasta ahora
no he fallado. A veces cuesta más o a veces menos que mis “clientes” sean todo
lo sinceros que yo quiero, pero no le quepa duda que acabo lográndolo por unos
o por otros medios. El hombre de la grabación puede ser poderoso, pero solo es
un hombre con miedo-, terminó mientras lanzaba una mirada sostenida y envenenada
a Jiménez, que no pudo menos que retirar la suya. Marta se quedó mirando
embobada a aquella mujer.
-De acuerdo entonces-, prosiguió Arteaga, -es
sincero y tanto él y lo que representa como sus opuestos temen algo lo
suficiente como para sugerir que detengamos a quien queramos y ellos se
encargan del resto, ¿qué es lo que temen?-,
-esa me la sé-, dijo Navarro, -evidentemente temen
perder su posición de poder-,
-¿todos de acuerdo?, vale, seguimos. ¿Quién es lo
suficientemente poderoso como para hacer perder a esa gente su posición de
privilegio?-, dijo Arteaga repitiendo la pregunta que le formulara su jefe poco
antes.
Marta se atragantó con el café. Tosió con estruendo
mientras Navarro se afanaba en darle lo que para el eran suaves golpes en la
espalda y para Marta era un martirio. Cuando el ataque de tos remitió miró a su
jefe con odio mientras este fingía sentirse ofendido, le mandó directamente a
la mierda y empezó a hablar para el resto del grupo, dando la espalda como
castigo al Inspector.
-joder, lo sé. Llevo días dándole vueltas a la puta
pregunta y la respuesta es tan sencilla. Arteaga, haces la pregunta pero te
equívocas en el planteamiento-; volvió a toser mientras Arteaga y el resto la
miraban inquisitivamente, -¿no lo veis?-, dijo tras reponerse, -la respuesta a
quien es más poderoso que esta gente, si la planteamos tal cual, es nadie, el
planteamiento de De Castro es clarísimo en ese aspecto. Hemos llegado a la
conclusión de que esta gente tiene miedo, pero ese temor no es a que venga
alguien concreto y les arrebate el poder y su dinero. Lo repitió por activo y
por pasivo y no lo hemos visto, la cosa va de la posible ruptura del status quo
entre ellos y sus contrarios, de hacer que el sistema cambie o se modifique lo
suficiente como para hacerles caer o cambiar las reglas del juego, y eso no es
cuestión de un quien, sino de quienes-.
Un silencio de incomprensión prosiguió a la explicación
de Marta, que miró cabreada al grupo pensado que no eran más que una pandilla
de cortos. Necesitaba a Navarro, le cogió de un brazo y le hizo levantarse
poniéndose frente a ella. Navarro sonrió, comprendiendo lo que pretendía la inspectora.
Dueña absoluta de la situación y sujetando todavía a Navarro del brazo se giró
hacia los demás diciendo,
-vale, vamos un paso atrás. Mi jefe es el asesino y
yo voy a hacerle una serie de preguntas a las que contestará con lo primero que
se le ocurra. Por favor, es importante que prestéis atención. ¿Qué has
conseguido matando al cura?- dijo mirando muy seria a Navarro,
-montar un Cristo de tres pares de cojones entre los
curas, creyentes en general y demás paisanos-, respondió inmediatamente el
inspector,
-perfecto, ¿y qué has conseguido con lo del diputado
y su novia?-, prosiguió Marta,
-¿cabrear a otro montón de peña?-,
-muy bien jefe, ya casi estamos. Un par de preguntas
más y acabamos. En función de lo que has respondido ¿porqué matas?, no, ni se
te ocurra pensar la respuesta, dila sin más-
-para dar por el culo al país y que reviente-,
-y por fin, dijo Marta soltando el brazo de su jefe
y mirando al resto, -¿quienes tienen la capacidad real de cambiar, modificar o
simplemente reventar y dar por el culo a
todos los dirigentes de lo que quiera que sea en un país, y a quien todos y
cada uno de esos dirigentes temen más que a nada en el mundo porque una vez
lanzados no hay quien los pare?-,
-a la masa, a la puñetera masa-, murmuró Arteaga con
los ojos como platos y recordando su conversación con el Director horas antes.
-perfecto-, dijo Marta sentándose, miró con cara de
niña al resto y prosiguió, -el asesino seguirá actuando, atacando a aquellos de
quienes su muerte sea sinónimo de revueltas populares hasta que estas sean
incontenibles, pues ese es su objetivo y ese es el temor de los poderosos. Lo
llevamos claro-.
-todo lo que sabe se lo he enseñado yo-, dijo
Navarro mientras miraba encandilado a su subordinada.
Ana Conti miraba fijamente a Marta con los ojos
entrecerrados.
Quince minutos después Arteaga era el único que
permanecía en silencio. Observaba atento al grupo que discutía entre sí sobre
la catarsis que acababa de producirse. En toda investigación a la que se
pretenda llegar a un objetivo, sea policial, analítica o científica, hay un
punto de inflexión tras el cual o todo se va al traste o la flecha apunta en
una clara dirección, la correcta, al menos hasta que una nueva revelación la guiase
en otro sentido o se llegase al final.
Parecía que aquel grupo dispar y a priori condenado
al desencuentro había dado con esa dirección correcta, pero Arteaga aún quería
dar veinticuatro horas más a la gente que lo formaba antes de informar al
Director. Quedaban muchas preguntas a las que responder y fijar una línea de
actuación, y a su jefe no le gustaban los informes incompletos.
Mientras tanto, miraba fijamente a Marta Iglesias
que en ese momento discutía con fervor con Ana Conti, su experta en saber
cuando la gente decía la verdad entre otras cosas, y con Navarro, cuyo rostro
había pasado del rojo al escarlata y parecía a punto de estrangular a ambas por
algún motivo en particular o por ninguno en concreto. Sonrió para sí al pensar
en que si alguna vez los dos policías llegaban a conocer el secreto currículo
de Ana, la distancia mínima que mantendrían con la agente de peligrosos ojos
verdes sería muy, muy grande.
Las especialidades de Arteaga eran otras. A las de observar,
aprender con humildad y sensatez en sus conclusiones y acciones, se sumaba la
lealtad sin mácula hacia la figura del Director de la Seguridad Nacional, bajo
cuyo patronato había llegado a ser su lugarteniente de facto, pese a que en la
casa hubiese personal de mayor rango que el mismo. E inmerso en esas
especialidades estudiaba a la joven policía con respeto renovado, o para ser
franco consigo mismo, recién hallado.
La gente se equivoca cuando dice eso de que la
primera impresión es la que cuenta, sería mucho más apropiado decir que las
formas son el fondo, y para llegar hasta él, primero hay que gastar el tiempo necesario
en estudiar cómo se comporta el sujeto, y esta chica era una caja de sorpresas.
Marta, empaquetada entre una agente con más secretos
que verdades y un oso pardo de dientes amarillos, daba la impresión a primera
vista de no ser más que el postre paupérrimo en una comida de tiburones; pero
la experiencia en su campo hacía presuponer a Arteaga que la agente a quien
había visto con sus propios ojos dar un trago a una cerveza, meter una bala del
7,62 en la cabeza de un Afgano a ochocientos metros de distancia y terminar su
bebida, y el poli cabronazo y sin escrúpulos estaban en ese momento abducidos
por aquella auténtica marciana, e incluso el mismo lo estaba, concluyó
sorprendido. Iba a costar que Navarro la soltase, el hueso con que habría que
premiar al Inspector tendría que ser grande, pero “la casa” necesitaba a alguien
como ella, con una capacidad de evaluación de circunstancias de la que
probablemente ni siquiera ella misma era consciente.
-Escúchenme por favor-, repitió por tercera vez
Arteaga levantando la voz y logrando al fin hacer callar aquella jaula de
grillos. -Hoy hemos hecho un buen trabajo y de momento es suficiente. Quiero
que se vayan a sus casas, que mediten y descansen. Mañana a las 9,30
retomaremos la reunión para fijar las nuevas líneas de actuación, ¿de acuerdo?.
Y ahora si me lo permiten, tengo otro asunto que atender-.
Cuando todos abandonaron la sala, marcó en su móvil
el número del centro de comunicaciones,
-¿alguna novedad?-, preguntó al agente de guardia,
-de momento nada, capitán. Yo mismo le informaré si
se produce, pierda cuidado-, respondió este,
-veinte días, diez días, hoy. Ojalá esto haya
terminado-, rumiaba entre dientes intentando convencerse a sí mismo.
Dieciocho
de mayo.
Corro tras el manteniendo la distancia, todavía
quedan quinientos metros para llegar al lugar elegido. Es temprano y el recién
estrenado día conserva el frescor en esta joven mañana, en la que apenas nos
hemos cruzado con otro par de personas que como nosotros practican deporte. Lo
cierto es que para ser una persona de sesenta y tres años mantiene un buen
ritmo.
Los rayos de sol que se cuelan entre las ramas de
los árboles del gigantesco parque central de la ciudad me acarician la piel de
las piernas desnudas, a la par que molestan mi visión sobre el objetivo.
Trotamos a paso ligero por uno de los múltiples senderos, él como casi todas
las mañanas, yo solo ayer y hoy, al menos eso espero. Actuar en sitios públicos
lleva aparejados imponderables, como ese grupo de jóvenes que casualmente nos
cruzamos ayer justo en el sitio donde no deberían estar. Cuatrocientos metros y
no distingo a nadie, vamos bien. Me autoevalúo una vez más pues se que este es
el paso más difícil de los que tengo que dar; conozco casi todas mis
debilidades y en apenas unos minutos voy a enfrentarme a ellas, controlo mi
respiración y me exijo concentración. Cien metros, acelero. Cincuenta metros, nos
acercamos al punto y me coloco a su altura, estamos solos.
Me mira y pese a la capucha que llevo puesta y al
tiempo transcurrido me reconoce. No le doy tiempo a reaccionar. Apoyo en su
espalda el arma eléctrica y pulso el disparador. 200.000 voltios se desatan
haciéndole caer con estrépito al suelo mientras convulsiona. Lo arrastro
rápidamente tras los matorrales que limitan el sendero del arbolado; veinte
metros más allá está el sitio elegido, un pequeño claro invisible desde el
camino. Apoyo de nuevo el arma, esta vez en la sudada base el cráneo y repito
la operación, el cuerpo se alza veinte centímetros del suelo por la brutal
descarga y ya no vuelve a moverse, está totalmente fuera de juego.
Regreso a hurtadillas al sendero, no hay nadie.
Reviso minuciosamente el lugar donde ha caído y después el tramo hasta donde
yace mi víctima, no hay rastros visibles. Pongo el seguro al arma y la guardo
en el bolsillo con cremallera de mi sudadera. Estiro la goma de la bocamanga
izquierda y la barra resbala libre hasta mi mano; me la paso a la derecha.
Paro. Mi corazón late con fuerza y siento como la adrenalina se me dispara brutalmente
activando al animal; los pulmones trabajan a destajo para llevar el preciado
oxígeno a los tensos músculos. No lucho por el control de mi cuerpo, le dejo
ser lo que es. Pongo el cuerpo boca abajo, apoyo la cabeza contra la enorme
raíz desnuda del árbol y golpeo la nuca que cruje. Lo muevo hasta dejarlo
sentado contra la corteza, golpeo el cenit del cráneo y la sien izquierda. Levanto
el brazo izquierdo por la muñeca y golpeo el antebrazo que toma una extraña
posición. Repito con el derecho. Paro y escucho. Solo se oye el murmullo de las
hojas más allá de los secos gruñidos de mi garganta. Estiro del cuerpo hasta tumbarlo,
cojo uno de los tobillos, lo levanto y golpeo, esta vez toca a las piernas allí
donde el hueso está al borde de la piel. Por último, uso la raíz como base
sobre la que apoyo la espalda del exánime cuerpo, separo los brazos y golpeo
las costillas a ambos lados…, se hunden y paro. El cuerpo roto se acomoda inerte
y fláccido a la forma de la raíz.
Limpio la barra con el pañuelo que llevo conmigo a
tal efecto y la devuelvo a su escondrijo. Abro la cremallera y saco la máquina
de fotos, hago mi trabajo y la guardo en el bolsillo junto al arma y el pañuelo,
cierro la cremallera. Paro. Reviso la escena desde diversos ángulos, todo es
correcto. Unos pasos atrás. Miro el cadáver desde cinco metros de distancia.
La composición, la luz matinal, el estrés y mi
subconsciente me traicionan. Miguel Ángel, ciudad del Vaticano, La Piedad. La
posición del cuerpo descansando sobre la raíz es tan similar, y yo estoy tan
saturado de hormonas que por un momento las dos imágenes se superponen. No
tengo ni un gramo de saliva, solo espuma sólida, blanca y seca que tragar. Mi
estómago toma la iniciativa y siento el torrente de vómito subir hacia mi boca.
La cierro. La cierro y trago en inesperada batalla entre mi cuerpo y mi mente.
Mi cuerpo insiste, y de nuevo trago el amargo vómito con los dientes chirriando
y los labios apretados. Me doy la vuelta, limpio con cuidado lo poco que ha
logrado escapar por mi nariz y cuento hasta diez. Miro al suelo, no veo
evidencias visibles.
Salgo de nuevo al sendero no sin antes cerciorarme
de que estoy solo. Corro penosamente con la mente en blanco, la barra golpea mi
codo al ritmo de la carrera, solo aparento ser un hombre maduro que ha hecho
más ejercicio de la cuenta, o eso espero pues estoy improvisando. No puedo
pensar y mi cuerpo está en pleno bajón. Cinco minutos más tarde llego a la
pequeña furgoneta blanca y sin rotular estacionada en uno de los aparcamientos
colindantes al parque. Miro alrededor cerciorándome de que las pocas personas a
las que veo están lejos. Entro en el vehículo y cierro la puerta. Saco la vulgar
bolsa de deportes de debajo del asiento continuo, la abro y extraigo su
contenido dejando a mano la pequeña toalla. Miro una vez más alrededor y meto
la cara dentro vomitando, esta vez sí, con tal violencia que mi cuerpo se
estremece en todas y cada una de las arcadas, parece como si quisiera vaciarme el
alma. Me limpio la boca con la toalla y la meto en la bolsa, añado el pañuelo
con rastros de mi víctima cerrando la cremallera. La visión que me devuelve el
retrovisor es la de un rostro enfermo y blanco. Arranco dejando la ventanilla
totalmente abierta, necesito que me dé el aire.
De camino al polígono donde robé esta mañana el
vehículo voy recuperando la compostura. Paro para deshacerme de la bolsa en un
contenedor de basura, teniendo cuidado de cubrirla para que no sea visible. Llego
vigilante y aparco la furgoneta a la vuelta de la esquina de donde la robé la
pasada noche, todavía tengo media hora antes de que los trabajadores lleguen al
taller, así que al menos en este sentido las cosas han ido según lo previsto. Saco
la barra de la manga de la sudadera y la pego con cinta a la pierna derecha, me
pongo los pantalones largos del chándal y guardo el resto de la cinta en el
bolsillo, reviso que la furgoneta esté limpia de todo posible rastro salvo lo
necesario que dejo con cuidado bajo el asiento, salgo y cierro el vehículo
mientras me acicalo en el reflejo de la ventanilla, comprobando que el color ha
vuelto a mi cara, y camino hacia el restaurante del polígono industrial, en
cuyo apestoso contenedor de basura arrojo los guantes de látex transparentes que
pasarán, si es que hay ojos lo suficientemente curiosos, por los de las
cocineras. Quiero meterme algo en el estómago y eliminar el amargo sabor de mi
boca, y necesito un rato rodeado de bullicio para pensar.
Sentado en una de las mesas del fondo, donde el humo
del tabaco y la cacofonía de voces me rodean protectores, doy cuenta de una
napolitana recién hecha y de un cortado penoso. Intuía desde que ideé todo el
proceso que este paso era el más difícil, pero fui un estúpido al no dar la
suficiente importancia a mis debilidades. Veamos, matar a un desconocido me
crea conflictos morales. Los asumo, me deprime o me cabrea, pago las
consecuencias de lo que hago si da lugar a ello, lo racionalizo y listo. El
problema me supera, tal y como ha pasado esta mañana, cuando la víctima es una
persona conocida. Es la segunda vez que me pasa a lo largo de mi vida, aunque
esta vez ha sido la hostia, tal vez porque detestaba al primer conocido que
maté, tal vez porque de alguna forma admiraba al hombre de esta mañana, tal vez
porque me hubiera gustado hacer las cosas de otra manera. Le conocí hace siete
meses, en una conferencia organizada por la facultad de periodismo; “Sociedad e
información”, una broma del destino que me facilitó la difícil elección sobre
quien iba a ser una de las víctimas de esta drama teatral. De una charla
informal pasamos por similitud de ideas a una amena comida privada. El tipo era
tan encantador como aparentaba, y ciertamente inteligente. Nos despedimos
prometiéndole una entrevista en profundidad, y lo cierto es que hasta en tres
ocasiones tuve que inventar escusas para evitarla, no era cuestión de tener que
matar a un posible nuevo buen amigo…,
…Y luego está lo de la visión de las dos figuras
mezclándose…, la de este hombre muerto y la del Cristo de la piedad. Uff,
poderosas armas son el subconsciente y la culpa, muy poderosas.
Amo dos cosas en la vida por encima de ella misma;
mi profesión, no esta sino la real, y el arte. No me vale la pena entrar en lo
primero, ahora no es relevante aunque explica mi comportamiento. Pero todavía
me estremezco recordando el día en que un joven aterrorizado porque el que
monstruo que llevaba dentro le hacía presuponer que no era más que un loco,
quedó paralizado frente a un cuadro de Tiziano, María Magdalena. Ese cuadro me
redimió, me hizo pensar por primera vez que si alguien era capaz de hacer algo tan
hermoso, entonces valía la pena hacer lo que fuese necesario con tal de
conseguir un buen fin; y supe que mi diferencia es que yo era capaz de hacer
las cosas necesarias. No sé lo que soy, pero sé que no soy un loco sin
escrúpulos. Siento, me alegro y me enojo, alguna vez he amado y otras cuantas
he odiado. Simplemente hago cosas que no hacen corrientemente los demás salvo
que sean empujados o invitados a ello, y he visto hacer salvajadas a presuntos
santos y patriotas que se justificaban nombrando a su Dios o a su bandera con
la boca, mientras mataban niños a tiros o a machetazos. Teórica gente normal en
un contexto anormal.
Y lo de la visión de esta mañana, bueno, lo tomaré
como aviso de mi condición humana, como penitencia por quitar la vida de quien
sé que era un buen hombre, pese a que también sé que he hecho lo que tenía que
hacer. Yo no me escudo en religiones o ideales para amordazar mi conciencia,
hago lo que hago por puro convencimiento.
Este café es lo más lamentable que he tomado en toda
mi puñetera vida, joder.
Ana y Marta cerraban la extraña comitiva que se
dirigía desde la sede de Seguridad Nacional al bar. Navarro había insistido en
que era mucho más cómodo “estar distendidos en un sitio civilizado, que hacerlo
en una sala de reuniones que parecía un mausoleo”. Arteaga cedió, quería saber
hasta dónde podían llevarle los policías en un ambiente neutro, donde se
sintieran relajados.
-¿De verdad eres capaz de saber cuando la gente
miente?,- preguntó Marta a Ana mientras caminaban,
-bueno, no es tan difícil. Si tienes a la persona
delante casi siempre hay signos delatores de las verdades o las mentiras. Y si
es una grabación como la de ayer, lo que dicen y el cómo lo dicen te puede
indicar de qué va la cosa. De todas formas nadie es infalible, simplemente en
este caso si había alguien interesado en decir la verdad ese era De Castro, así
que era fácil afirmar lo que dije,-
-tú no tienes pinta de permitirte fallar-, dijo
Marta sin poder ocultar un rastro de admiración en sus palabras,
Ana soltó una carcajada. El rostro esculpido en
mármol mutó en algo totalmente diferente para sorpresa de Marta. Aquella dureza
de rasgos que había hipnotizado a la joven se distendió y tomó color, e incluso
advirtió un toque de ternura en sus ojos,
-si no fuera perfectamente consciente de mis errores
y de mis limitaciones, sería una pésima agente; créeme, la cago como todo el
mundo. ¿Y tú de dónde has salido?, tienes toda la pinta de empollona de
instituto. No pareces una poli-,
-vale, gracias. Yo haciéndote la pelota y tú me
insultas-.
Ana volvió a reír, mientras pensaba en que aquella
cría le caía muy bien…, y a ella le caía bien muy poca gente.
… y ahora se traían a sus amiguitos. La camarera y
el par de habituales del bar que estaban calentando sus sillas los chequearon
cuando entraron en el local. “La ojeras” y “el feo” sonreían divertidos
mientras “el grandísimo hijo de puta ese” discutía con uno de los
inmediatamente bautizados como “los hombres de negro”, al parecer el jefe de su
clan. Estos tampoco tenían desperdicio, a primera vista parecían clones los
unos de los otros. Bien vestidos, ellos con traje y corbata, ella con pantalón
negro, chaqueta negra y camisa blanca. El teórico jefe era joven, aparentaba
treinta y pocos, y bien parecido. Los otros dos hombres parecían gemelos; no
hablaban, tal y como pudo comprobar más tarde, salvo en contadas ocasiones y al
parecer para puntualizar algo, y la mujer era como uno de esos felinos de los
documentales de la tele, una belleza siempre que no tengan hambre.
El madero enorme le estaba diciendo al joven jefe
“que si seguía así de estirado, a los cuarenta tendría las pelotas herniadas”,
muy propio. Después y sin esperar a los demás se pidió un desayuno completo
añadiendo que la ronda la pagaba el joven, cosa que este hizo sin un pestañeo.
Con posterioridad a que todos hubieran pedido se
sentaron apretujados en la mesa del fondo, y a la camarera no se le escapó ni
el más mínimo detalle de cómo lo hacían, eso siempre indica cosas a una
profesional avispada. En las cabeceras, frente a frente, el joven jefe y el
poli cabrón, “se respetan pero no se caen bien, un clásico. Tendré que vigilar
que no meen en las patas de la mesa para marcar su territorio”, sentenció la
camarera. De espaldas a la cristalera que daba a la calle los gemelos, “polis
de oficina rara, no han pisado la calle en su puta vida”, pensó orgullosa de su
deducción. Frente a estos “el feo” y “la buena”. Había decido volver al primer
mote para la chica, y más atendiendo el ejemplar de hembra que se había sentado
junto a ella posando uno de sus largos brazos sobre el respaldo de su silla, una
baldosa más alejada de la mesa que el resto del grupo y mirando con un ojo al
grupo y con el otro la calle, con la ceñida chaqueta dejando bien claro al más
despistado de los mortales que el bulto de su sobaco, y el que le hacía juego a
la altura de los riñones podían hacer mucho, pero que mucho daño.
-Hum…, medio sueldo a que a “la bicha-, cualquier otro
apelativo no le hubiera hecho justicia, -o le ha entrado el instinto maternal o
se quiere trajinar a la chiquilla, pobrecita-, masculló la camarera entre
dientes. La actitud protectora era que tan evidente como que la bayeta que
usaba para limpiar el mostrador tenía su propio ecosistema; es más, en un alarde
Freudiano la camarera “sabía” que ni al “puto poli cabrón” ni al “joven bien
parecido” les hacía ni puñetera gracia la situación; ninguno de ellos podían
evitar delatoras miradas de reojo sobre las mujeres, aunque parecía que a ellas
les importaba un bledo lo que aquellos dos pensasen, mientras seguían hablando
entre ellas haciendo caso omiso del resto del grupo.
La situación cambió drásticamente en un momento. El
joven jefe recibió una llamada telefónica que salió a atender a la calle, donde
no le estorbasen los murmullos de sus compañeros ni la música de fondo del bar.
La camarera no perdió detalle. El joven estaba de espaldas a la puerta de
entrada. La llamada duró apenas treinta segundos, colgó y guardó el móvil quedándose
con los brazos en jarras, inmóvil. La mujer pantera ya estaba en pié, alerta
con la mirada fija en su jefe mientras el resto del grupo seguía a lo suyo.
Volvió a entrar en el bar y solo dijo -vamos, han encontrado a otro-, logrando con
esas cinco palabras que el resto del grupo se moviese al unísono, como
activados por un resorte.
A la camarera se le erizó el pelo de la nuca
mientras retorcía inconscientemente la grasienta bayeta. Que aquellos siete
salieran corriendo, sumado a lo que acababa de oír solo podía significar una
cosa. Lo único que no supo interpretar fui la sádica media sonrisa del último
en salir, “maldito poli cabrón”, pensó.
Navarro conducía a toda velocidad siguiendo el coche
de los de Seguridad Nacional. Las sirenas y las luces de los vehículos
oficiales les garantizaban paso franco por la ciudad, en su loca carrera en
dirección al parque central. Lo poco que Arteaga les había dicho, medio a la
carrera y antes de que cada equipo llegase a sus respectivos vehículos, era que
el perro de un paseante había encontrado un cadáver tras unos matorrales; y que
la patrulla que acudió a la llamada del tipo había solicitado urgentemente la
del equipo que se encargaba de los asesinatos del Obispo y el Diputado. Después
se montó en el asiento trasero del vehículo mientras no dejaba de dar órdenes a
través de su móvil.
Las plegarias impías del inspector habían sido
escuchadas; eran, deberían ser un paso más hacia la meta con la aparición de
este nuevo cuerpo. En los dos primeros crímenes, la suma de las pruebas
periciales practicadas a los tres cadáveres les dejaron los pelos, y esto
sumado a la conversación grabada a De Castro y al toque de inspiración de Marta
les habían conducido a un perfil y al móvil del asesino. Si este cadáver les
abría el más mínimo resquicio de error por parte del asesino, la resolución del
caso podía estar a la vuelta de la esquina, y con ella su ascenso. Mientras
Navarro se esforzaba en reflexionar y conducir a la vez, Jiménez impartía
órdenes tajantes a las patrullas que se iban agrupando en el parque. Prohibición
absoluta de acercase a menos de veinte metros del cadáver, prohibición de
hablar con ningún civil, retener al paseante, esperar a que ellos llegasen.
Navarro le arrebató el micrófono de la radio a su segundo y solo hizo una
pregunta,
-Soy el Inspector Navarro, ¿Quién es la víctima?-,
Un chisporroteo de ondas sonó en el altavoz, seguido
por un silencio de un par de segundos. Por fin una voz contesto nerviosa,
-Inspector, soy el agente Ramírez de la comisaría
centro. No creo que sea buena idea que le de esa información por radio, hay
mucha oreja suelta. Además…, joder Inspector, créame si le digo que es mejor
que antes de nada vean ustedes esto. Lo siento-.
Navarro arrojó el micrófono a Jiménez, o el agente
era idiota o el idiota era él por el optimismo infantil de hace unos segundos.
Mientras aparcaba con estrépito junto a los coches patrulla iluminados por sus
rotativos azules, un nudo en el estómago le recordó que la frontera entre el
éxito y el fracaso, en su profesión, la marca el filo de una navaja.
De los siete miembros del variopinto equipo solo los
dos técnicos, aquellos que parecían gemelos, estaban junto al cadáver. El resto
formaba un semicírculo a unos cinco metros de distancia. Jiménez no perdía
detalle de lo que los dos hombres hacían mientras Arteaga hablaba nervioso por
teléfono solicitando la presencia urgente de los forenses, que todavía no
habían llegado. El rostro de Navarro era una máscara sin expresión. Ana
recorría una y otra vez, con cuidado exquisito de no pisar donde no debía, el
tramo de espacio que iba desde donde estaban sus compañeros hasta el sendero; y
en cuanto a Marta, no hacía el más mínimo esfuerzo por contener dos lagrimones
que resbalaban por su cara.
Desde que tenía memoria, Marta había visto ese
rostro en la pantalla de televisión. El rostro de alguien calmado, sensato y
honesto que no se limitaba a leer las noticias de lo que pasaba en el mundo,
sino que además intentaba explicarlas para que todos entendieran y opinaran. Decía
lo que pensaba de una forma tan cercana, para bien o para mal, que le hacía ser
parte de la intimidad familiar de los hogares del país. Las lágrimas eran por
alguien a quien no solo ella, sino gran parte del pueblo consideraban cercano,
muy cercano. Alfonso Barros, el hombre considerado padre del periodismo bien
nacido y bien hecho del país, yacía muerto a los pies de un árbol enorme, cuyas
raíces parecían una madre sosteniendo el martirizado cadáver de su hijo
asesinado.
Ana se dirigió a Arteaga y Navarro,
-a primera vista el asesino asaltó a Barros en el
sendero, de alguna forma lo inmovilizó y arrastró el cuerpo hasta el claro, el
resto es obvio-, dijo a la par que señalaba hacia uno y otro lado mientras no
dejaba de mirar de reojo a Marta, -las huellas del cuerpo y las pisadas en la
tierra y la maleza así lo indican. Andad con cuidado de no estropearlas más de
lo que ya lo han hecho los polis. Alguien debería ir a comprobar las
grabaciones de las cámaras de seguridad del parque.-
-de acuerdo, encárgate. Llévate el coche y cuando
sepas algo me informas-, le dijo Arteaga.
-Llévate a Marta-, añadió Navarro inesperadamente, -aquí
no tiene nada que hacer y es…, muy buena con las grabaciones-. El inspector
quería sacar de allí lo antes posible a su catatónica subordinada, no podía
pensar con Marta en ese estado. Arteaga le miró de reojo,
“vaya, el cabronazo tiene todavía un trozo de
corazón que no se le ha podrido”, y tomo nota mental del detalle.
-Marta, vámonos. Tenemos cosas que hacer en otro
lugar. Esto es cosa de ellos-, dijo Ana señalando con la mirada a los forenses que llegaban trotando por el
sendero.
De camino al centro de control de la policía local,
el nerviosismo de Ana iba en aumento, y con el nerviosismo el cabreo por no
entender su nerviosismo. Sentada junto a ella en el vehículo, Marta no daba
muestras de salir del estado en que se encontraba desde que vio el cadáver.
Ausente, miraba más allá, o más adentro, de lo que sus ojos le permitían ver. Ana,
la mujer que nunca perdía los nervios incomprensiblemente estalló, sacando
violentamente el coche de la carretera y deteniéndose en el arcén empezó a
gritarle a su acompañante,
-!!¿Y a ti qué te pasa?. Ya está bien, espabila de
una puta vez, joder. ¿Te crees que eres la única jodida?. Tu, yo y cualquiera
con dos gramos de decencia siente lo de ese hombre, pero se supone que eres una
policía y no una niñata bloqueada. Haz tu trabajo y deja de comportarte como
una estúpida!!-.
El instinto de Ana la tenía preparada para acompañar
el discurso con un par de hostias, pero no para lo que Marta hizo a
continuación. La joven la miró a los ojos como nadie se había atrevido a
hacerlo desde hacía mucho tiempo, se abrazó a ella con fuerza y rompió a llorar
como una adolescente,
-¿es que no lo entiendes?-, le dijo entre sollozos
con la cara hundida en su cuello, -lo que ha pasado era lo lógico, joder, y yo
debería haberlo sabido. Era lo próximo Ana, era lo próximo y yo debería haberlo
sabido, os lo dije en la reunión y no supe ir más allá-.
Ana no supo que decir, se limitó a abrazarla con
suavidad y dejar que llorase, nadie le había explicado nunca cual es la táctica
de defensa frente a la ternura, y lo cierto era que en ese momento no
necesitaba defenderse de nada.
Ya en el centro de vigilancia de la policía local, y
a medida que repasaban una y otra vez los vídeos de las grabaciones del parque,
ayudadas por un técnico más pendiente del culo perfecto de Ana que de su
trabajo, los ánimos de una y de la otra iban en aumento. Ninguna de las dos
volvió a mencionar ni la pérdida de compostura de la agente de la Seguridad ni
el ataque de culpa de la policía, aunque ambas eran conscientes de ellos. En
todo caso, al técnico al que estaban mareando lo que le parecía era que de un
momento a otro ambas se iban a enganchar de los pelos, idea por cierto que no
le desagradaba,
-¿pero estas ciega o qué coño te pasa, es que no lo
ves?, llevamos diez minutos con lo mismo, a ver si despiertas-, le decía la
bajita al monumento, -a ver usted, vuelva a pasar la cámara ocho un poquito más
atrás que la última vez y después la nueve-, ordenó volviendo la mirada al
monitor y dando la espalda a la otra.
La del traje chaqueta parecía a punto de partirle la
cara a la canija, dos manchas coloradas se habían instalado en sus mejillas, y
unos ojos verdes de serpiente matarían con solo mirar, si es que fueran capaces
de destilar un poquito más de veneno,
-Marta, me estás tocando los ovarios y no sabes
cómo. Vale, en la nueve se ve al objetivo y al tío de la capucha pasar unos
segundos después, ¿y?-, dijo estirando la “y” de forma burlesca,
-calla un poco y fíjate, ¿lo ves?, antes no estaba,
el tío aparece de repente en la nueve y en ninguna más antes, pero si en esa
que casualmente es la última de ese tramo del parque, es decir-, y estiró la
terminación “ir” tal y como había hecho su compañera.
-joder Marta, me distraes con tus chorradas-,
respondió Ana. Pensó durante un par de segundo y dijo, -es decir que el tío
estaba esperando a su objetivo…-
-…escondido en algún lugar del parque que las
cámaras no vigilan hasta que lo vio aparecer-, concluyó la frase Marta.
Durante un pequeño lapsus de tiempo ambas se miraron
con complicidad, luego la alta le preguntó al técnico cual era el aparcamiento
más cercano a la ubicación de esa cámara y si disponía de vigilancia, a lo que
este respondió marcando una serie de números en su ordenador, pulsó el avance
rápido hasta que el mismo tipo del sendero apareció, montó en una furgoneta de
color blanco y arranco, saliendo del radio de visión de la cámara.
-y ahora un poquito de magia-, dijo el técnico para
sí mientras rebobinaba y ampliaba la imagen hasta distinguir claramente la matrícula
del vehículo,
-¿no puede seguir con las cámaras de tráfico el
recorrido de esa furgoneta?-, preguntó Marta al técnico que seguía tecleando el
terminal de su ordenador,
-usted debe haber visto muchas películas, señorita.
Las cámaras solo vigilan los puntos estratégicos de la ciudad, no toda la
ciudad. Además, “se” dónde encontrar ese vehículo-, alardeó ante las mujeres
mientras con gesto teatral pulsaba el enter de su teclado. La impresora empezó
a escupir una hoja de papel, en ella venían todos y cada uno de los datos del
vehículo, además de los de su propietario. Los tres sonrieron.
Ana, que tardo en cambiar de expresión un suspiro,
ordenó de pronto muy seria al técnico que remitiera inmediatamente las
grabaciones a la sede de la Seguridad Nacional, cerciorándose de que no hubiera
copia de las mismas bajo pena de delito por divulgación de secretos de Estado. Para
que al técnico le quedase claro el asunto, las órdenes se las dio mientras se
rascaba el sobaco, donde una antirreglamentaria Glock semiautomática, negra y
letal, dormitaba junto al pecho izquierdo de su ama. El técnico tragó saliva y
se apresuró a cumplir las órdenes, lo que había visto en la expresión de
aquella mujer durante un breve instante, le quitó todas las ganas de fantasear
con aquellas dos.
Marta recogió el papel con los datos de la
furgoneta, sonrió de oreja a oreja a su compañera, y mientras pasaba junto a
ella camino de la puerta le dio una sonora palmada en el culo; la tía que hace
un segundo había acojonado al técnico saltó como un resorte y gruño como si
fuera a matar a alguien.
Lo último que oyó mientras ambas se alejaban fue a
la alta decir a la otra, como si de una cita lapidaria se tratara, -nunca,
nunca se te ocurra volver a tocarme el culo en tu vida Marta-, seguido por una
gran carcajada de la pequeñaja suicida.
En la puerta principal del edificio de la policía
local, cada una de las mujeres informaba a sus respectivos jefes, a través de
sus teléfonos móviles, lo que habían averiguado. Las palabras de Ana eran
escuetas, con el característico ritmo de los militares. Marta era mucho más de
detalles, con lo que a la primera le tocó esperar a que acabara. Se acercó a su
compañera y se dio cuenta que ha Navarro se le oía perfectamente, aún hablando
a través del móvil; a Ana el jefe de Marta no le caía bien, bueno, lo cierto es
que casi nadie le caía bien.
-…y no quiero volver a verte así-, gritaba más que
decía Navarro a través del auricular, -llevo tres años cambiándote los pañales
y cuidándote como una madre, y ya es hora de que dejes de culparte cada vez que
crees que la has cagado. ¿Qué te crees, que no me he dado cuenta?. Dos cosas
más, las dos habéis hecho un buen trabajo con lo de las cámaras, reuniros con
nosotros en la dirección que os han dado y Marta, no te fíes de la Conti, no me
cae bien-.
Ana enarcó una ceja, Marta sonreía.
Lo que desconcertaba a la experta, entre otras
escabrosas cosas, en saber cuando alguien decía la verdad por las buenas o por
las malas de aquella mujer necesitada de ejercicio y de un salón de belleza,
era la desesperante ausencia de un patrón en la que encasillarla. Su nueva
“¿amiga?”, Marta se escurría de los arquetipos como si estuviera embadurnada en
grasa. Era tan sumamente directa y natural como las lágrimas de hacía unas
horas o la risa de hace unos minutos; o como lo que en ese mismo instante
estaba haciendo, que básicamente consistía en soltarse el cinturón de
seguridad, sacarse la pistola más cutre y herrumbrosa que Ana había visto en
años directamente de la barriga, dejarla tirada en el suelo como si fuera un
trasto y rascarse la tripa con fervor en el lugar donde el arma había estado. A
la pregunta sin palabras de qué coño estaba haciendo, aquel desastre con patas respondió
con un escueto y lacónico –pica-.
-Ponte el cinturón-, acertó a decir Ana.
-Vale-, respondió Marta obedeciéndole.
La pistola, tras unos momentos de titubeo
patrocinados por los vaivenes del coche, encontró un sitio donde acomodarse
bajo el asiento de Marta, que al parecer se había olvidado de ella, mientras centraba
toda su atención en releer por décima vez los datos de la furgoneta.
-Evidentemente la ha robado. La furgo está a nombre
de una empresa, “calderería Prada”, polígono industrial sur-.
-bueno, no nos adelantemos. Veamos que podemos sacar
de todo esto, además ahora tenemos las imágenes del sospechoso-. Comentó Ana.
-no se Ana-, empezó a hablar Marta en tono
reflexivo, -el otro día, hablando con mi jefe, me dijo que todos estos
monstruos cometen errores, y que es en esos errores donde tenía que centrarme,
que estaba haciendo de este tipo un superhombre y nadie lo es. Pero no puedo
librarme de la sensación de que siempre ha ido varios pasos por delante de
todos nosotros. Ayer en la reunión estuvimos muy cerca, piénsalo. El asesino
había atacado lo religioso, lo político…, y evidentemente lo próximo era lo
social. Si a eso le añadimos el matiz progresista de las primeras víctimas,
hubiésemos llegado a la conclusión de que la siguiente víctima era alguien
relevante en lo social de carácter progresista. Joder Ana, ¿te das cuenta del
enorme error, de la cagada que cometí?. No hubiésemos podido proteger a toda la
lista de gente que nos habría salido, pero si advertir a cien o a doscientas
personas de que tuvieran cuidado y de que cambiaran sus costumbres diarias, y
Barros no estaría ahora muerto, pues sin duda el hubiera estado en esa lista. El
asesino no está cometiendo, por lo menos hasta ahora, errores. Yo sí-.
Ana no contestó hasta que no llegaron al siguiente
semáforo en rojo. Con una seriedad y una serenidad propia de alguien con más
años de los que tenía le dijo a su acompañante mirándola a los ojos,
-Tienes razón. No sirves para esto. Deberías
abandonar la policía y buscar otro trabajo. Y recoge la pistola, la tienes
debajo del asiento-.
Marta se puso roja como un tomate mientras miraba a
Ana. Cambió la vista al frente con la boca abierta, bufó, se agachó buscando su
arma y gritó de dolor al sentir en su brazo izquierdo un pellizco brutal,
-¿pero qué leche haces?-, preguntó incorporándose
mientras se rascaba el brazo dolorido,
-Lo que te mereces por ser una niñata gilipollas
autocompasiva. Por cierto, una pregunta, exactamente ¿de qué mierda de color
tienes teñido el pelo?-, contesto mientras imitaba una arcada.
Mientras se quejaba y sonreía a la vez, Marta contestó,
-A, no soy una niñata. B, mi madre dice que es
“caoba pulida”. C, a mi no me engañas, sé que tus tetas son pura silicona-.
Cuando llegaron al polígono el resto del equipo y un
par de patrullas de la policía ya estaban allí, cada uno a lo suyo. Los gemelos
y Jiménez en una esquina revisaban la famosa furgoneta blanca. Mientras, en el
pabellón que ocupaba la calderería, Navarro y Arteaga interrogaban a cuatro
operarios con cara de susto, mientras los patrulleros ahuyentaban a curiosos y
transeúntes. Tras una breve conversación entre Arteaga y Ana, esta se llevó a
los cuatro a la esquina más apartada del taller, mientras Navarro y Marta
intercambiaban información.
-Dice el dueño que no han notado nada especial,
salvo que tiene la impresión de que la furgo no estaba exactamente donde la
dejó aparcada anoche, y que de los kilómetros o el nivel de gasoil la cosa es
como muy relativa, porque la utilizan varios de ellos al día en función de quien
la necesite. Y bueno, ya los ves, uno por viejo y los otros tres por críos
ninguno coincide con el perfil del asesino. A estos les choraron la mierda de
furgo anoche, y no se dieron ni cuenta-.
-Bueno, si no sale nada de la furgoneta al menos
tenemos las imágenes del tipo, no se le ve la cara en ningún momento, el muy
cabrón no se quitó la capucha, pero podemos tirar del hilo de la ropa que
llevaba. Con un poco de suerte, y si el tío es de verdad un pijo, podríamos
tener algo de suerte-, dijo Marta nada convencida de sus propias palabras, -¿habéis
podido sacar algo de la escena del crimen?-,
-condones, hasta ahora condones como para repoblar
medio país y todo tipo de chorradas imaginables. Es demasiado pronto para sacar
ninguna conclusión válida. ¿Sabes que el equipo de forenses que se ha traído
Arteaga no son de los nuestros ni de los de ellos?. Me extrañó que el más joven
pareciera el abuelo de Heidi, le pregunté a uno de los clones de Arteaga y
resulta que son profesores universitarios. Son los profes de medicina forense,
unos cerebritos al parecer. Si los ves trabajar parecían una excursión de
abuelas a la entrada de un “boys”, se han llevado al parque hasta una carpa-.
-Por mí como si se traen un equipo de animadoras, si
sirve para algo bienvenidos sean-, replicó Marta a su jefe. A continuación le
cogió del brazo y se lo llevó fuera del pabellón, necesitaba contarle a su jefe
el razonamiento sobre su fallo. Cuando Ana volvió del fondo del pabellón
encontró a su jefe mirando hacia la calle. Este le dijo un escueta “mira”
mientras le hacía señas para que guardara silencio. Navarro y Marta estaban en
la calle frente a frente a unos cincuenta metros del pabellón. Ella le daba
explicaciones de algo con la cabeza gacha y las manos entrelazadas. Cuando
acabo, Navarro hizo algo extraño, cogió con una de sus manazas la barbilla de Marta
y la levantó; con su dedo índice remarcó algo que le dijo y luego puso un puño
cerrado delante de la nariz de la policía como si la estuviera amenazando. Ella
le sonrió y juntos comenzaron a caminar de nuevo hacia el pabellón. Ana, a
quien sin venir a cuento un enorme cabreo le empezaba a surgir desde las
tripas, le preguntó a su jefe,
-¿y estos?-,
-nada en especial-, respondió Arteaga, -el ojito
derecho de papá parece ser que tenía algo que confesarle. ¿Tú sabes algo que yo
deba saber?-.
-¿Yo?-, respondió Ana. -Si tienes algo que preguntar
de ella pregúntaselo a ella, o a ese mastodonte-, dicho lo cual dio media vuelta,
dejando a Arteaga sorprendido por su airada reacción y atando cabos que
aumentaban su sorpresa.
Un instante después los gemelos y Jiménez entraron
en el pabellón en tropel, acorralaron a los cuatro trabajadores y Jiménez les
preguntó si un objeto que uno de los gemelos llevaba pillado con unas pinzas
era de alguno de ellos. La respuesta fue negativa. Inmediatamente metieron el
objeto en una bolsita de plástico que cerraron con cautela mientras llamaban a
gritos a Arteaga y a Navarro.
-Mirad-, les dijeron mientras tendían a Arteaga una
lupa enorme.
-Joder, por fin algo-, dijo Arteaga a quien de
repente le habían desaparecido diez kilos de incertidumbre de encima.
Navarro arrebató sin miramientos la lupa a Arteaga y
miro el objeto a través de ella. Era una cajita de plástico vacía de una
tarjeta SD, de las utilizadas en las cámaras fotográficas. En una de las
esquinas de la caja, el polvo que los gemelos habían vertido sobre ella dejaba
ver parte de una huella dactilar.
Esa tarde, en la sala de reuniones del edificio de
Seguridad Nacional, la puesta de sol acompañaba a los gritos de un inspector de
policía que parecía fuera de sí,
-!!Tenemos el puto ADN, la huella de un pulgar,
sabemos que puede ser uno de esos seiscientos cabrones, sabemos cómo actúa,
sabemos el móvil, y hasta que le gusta sacar fotos de los muertos al hijo de
puta. ¿A qué cojones estamos esperando Arteaga?, tú sabes igual que yo que si
en vez de ser un puto asesino rico fuese un albañil, la obras de la ciudad
estarían paralizadas porque los tendríamos a todos en fila meando en un bote y con
los dedos llenos de tinta!!-.
El puñetazo sobre la mesa hizo que el resto del
equipo pegase un bote en sus asientos. Arteaga no aguantaba más y estalló
dejando a los demás, incluido Navarro, callados. Se levantó lentamente y
dirigiéndose al inspector le gritó,
-!!¿Pero qué cojones te crees, tarugo de mierda?.
¿Crees que me hace feliz estar aquí sentado rascándome las pelotas mientras ese
pedazo de cabrón se descojona de todos nosotros?!!. Entérate de una vez,
cretino, esta tarde el Ministro del Interior ha presentado la dimisión, y tengo
a mi jefe tragando más mierda de la que hayas podido ver en toda tu puta vida,
tapándonos el culo para que podamos seguir trabajando. Así que utiliza toda esa
energía que te sobra en pensar y deja de gritar. Ponte a pensar en la manera de
pillar a ese cabrón y déjame en paz. Y sí, soy más consciente de lo que tú te
crees sobre por qué no podemos pillar a esos seiscientos imbéciles y meterles
una sonda por el culo, ni te imaginas lo consciente que soy. Así que ya está
bien-,
Calló unos segundos y añadió en su tono de siempre,
-Marta, quiero que te vayas a tu casa, te duches,
cenes y pienses cual es el próximo paso que va a dar el asesino y que mañana
por la mañana nos lo digas. Piensa también en que ha actuado cada diez días,
así que teóricamente y si sigue un patrón nos quedan nueve para que lo haga de
nuevo. Hasta ahora has acertado a posteriori, así que lo que quiero de ti son
previsiones, y las quiero certeras. Los demás ir a descansar. Navarro, quédate-.
La rotundidad con la que el joven capitán se había
expresado hizo que todos a una obedeciesen sin rechistar. Cuando se quedaron
solos en la sala Arteaga se dirigió al inspector,
-no se mea en un bote-,
-¿Qué?-, dijo Navarro sin entender,
-las pruebas de ADN no se hacen con orina, sino con
saliva. Así que lo que has dicho de mear en un bote es una gilipollez. Bien,
escucha. Pasamos al plan B. Estoy contigo en lo de que no podemos esperar a que
un juez se juegue la carrera por nosotros, y normalmente Seguridad Nacional
tiene medios de hacer cosas fuera del circuito… digamos legal. El problema para
hacer esas cosas es que este no es un asunto normal. Créeme si te digo que no
tienes ni idea de cuantos ojos hay puestos sobre el equipo, sobre todo sobre
mi, y no es falsa modestia sino la puta verdad. Me la juego pidiéndote esto,
pero conociendo como conozco tu expediente de cabo a rabo se que has rondado el
filo de lo legal unas cuantas veces. Así que busca la manera que sea, pero
redúceme la puta lista a un número lógico de sospechosos y yo veré la forma de
legalizar lo que hagas. Si necesitas ayuda puedes utilizar a Ana, te
sorprenderá. ¿Y bien, aceptas el encargo?, te garantizo o que los dos acabemos pasándonos
el jabón en la ducha del trullo o que serás recompensado convenientemente. ¿Qué
me dices?-.
-Te digo que por fin hablas con un poco de sentido
común. Por supuesto que acepto, dame unos días. Una cosa más, Ana Conti-,
-es una profesional como la copa de un pino,
Navarro-,
-lo sé, no hay más que mirarla, pero no es eso lo
que te quería decir de ella. No me gusta que ronde a Marta, la distrae-.
Arteaga se permitió por primera vez en toda la tarde
una carcajada,
-bueno, por fin algo en lo que estamos de acuerdo.
Yo también estaba esperando el momento para comentártelo. Navarro, aleja a tu
repelente niña de Ana, me la está estropeando-.
En el mismo momento en que Arteaga y Navarro
terminaban de hablar, Ana y Marta viajaban hacia la casa de la segunda sin
dirigirse la palabra. Marta distraída con el encargo de Arteaga, dándole
vueltas. Ana ofuscada porque no entendía que coño le estaba pasando, o bueno,
sí pero no. Ni era posible, ni estaba preparada para algo así. Cuando llegaron
a casa de Marta esta se apeó del coche, y a través de la ventanilla abierta le
preguntó si vendría a buscarla a la mañana siguiente. “Bien”, fue la escueta
respuesta,
-oye, a ti te pasa algo-, dijo Marta dándose cuenta
por primera vez que su compañera estaba enfadada con algo o con alguien,
-¿quieres que lo hablemos?-, preguntó,
-¿Qué lo hablemos, qué lo hablemos?-, repitió Ana elevando
una cuarta el tono de voz, -a ver Marta, no tengo nada de que hablar. Mañana te
vengo a buscar a las ocho, y a ver si te arreglas un poco, no vayas a matar a
alguien de un susto-, y arrancó derrapando, dejando a Marta con la boca abierta
en mitad de la acera.
Media hora después Marta estaba contemplándose en el
espejo de cuerpo entero de la entrada de su casa, al fondo se oía la ducha en
el cuarto de baño. Justo antes de entrar en ella se lo pensó y fue a mirarse,
cosa que no recordaba haber hecho nunca así, al menos no tan detenidamente y
tan absolutamente desnuda. Daba vueltas frente al espejo en un intento de ver
todo su cuerpo.
-Bueno-, pensó, -ya sé que no me puedo comparar con
ella pero qué coño, tengo todo lo que hay que tener, lo que pasa es que estoy
sin reparar. De tetas justitas pero bien, el culo no me cuelga y si lo poco que
me sobra de la barriga fuese a parar a las piernas estaría hecha un pincel. Eso
si Martita, ve pensando en comprar una podadora industrial, la vamos a necesitar-.
Guiñó un ojo a su reflejo, otro al gato al que las bondades y los pelos del
cuerpo de Marta le importaban un bledo, y se fue para la ducha intentando
adivinar cuál era el color de pelo que le pegaba.
Una hora después de dejar a Marta, Ana, sentada con
las piernas cruzadas sobre su cama, miraba fijamente la imagen reflejada en el
espejo del armario. Lo que quería ver, lo que en ese determinado momento
necesitaba ver era una vez más a la mujer fuerte y segura de sí misma, y eso es
lo que cualquiera hubiese visto. Atlética y hermosa, orgullosa, altiva y fría
como un témpano. Se puso en pie frente al espejo, irguiéndose.
-la fachada está muy bien-, pensó, -siempre ha
estado muy bien, pero…-.
Tiempo atrás había conocido un tipo unos años mayor
que ella en algún sitio y en alguna circunstancia especial, y durante un tiempo
mantuvieron una relación tan envenenada, destructiva y salvaje como su trabajo.
Ella se engañaba y le engañaba manteniendo a capa y espada que aquello solo era
follar como locos. Él la engañaba y se engañaba diciéndole lo que quería oír y fingiendo
ser quien nunca fue con tal de seguir follando, Ana lo intuyó tiempo después.
La cosa acabó como acaban las relaciones solo sexuales, si se acaba el sexo se
acabó la relación; y francamente, la importancia de aquel tipo en su actual
vida era tan escasa como la que, estaba convencida, podía tener ella en la vida
de él donde quiera que estuviese. Lo que sí que quedó fue la mala experiencia,
el mal sabor de boca y una fantasmagórica y huidiza sensación de traición por
parte de los dos. Eso y unas cuantas frases del tipo grabadas en su memoria.
Una de ellas era mortal de necesidad. Una vez le dijo, no recordaba a cuento de
qué, “llegaras a ser una gran persona el día que te mires desnuda en un espejo
y seas capaz de enfrentarte a lo que ves bajo tu piel”. Típica frase
pretenciosa del jodido hijo de puta. Frente al espejo y desnuda lo que Ana veía
tras su piel era algo nuevo y asfixiante, una amenaza a la que ni su
preparación, ni su Glock, ni sus sentimientos tenían claro cómo responder. Ana
tenía miedo. Se había acostumbrado a estar sola, a no sentir y a cubrirse para
que nunca nadie le hiciera daño. Pero desde que conoció a Marta su armazón
hacía aguas. Simplemente era tan diferente a ella que la atraía con la misma
intensidad que las luces a los insectos.
-Niñata de mierda-, dijo Ana en voz alta mientras se
dejaba caer tan larga como era sobre la cama.
Arteaga llegó a su casa. Como cada noche que llegaba
tarde puso a calentar en el microondas el vaso de leche que su esposa dejaba
para él, tapado con una servilleta, sobre la mesa de la cocina. Se lo bebió
mirando fijamente la pared. Se quitó los zapatos y entró en el cuarto de su
hija, la niña dormía plácidamente. Después se dirigió a la habitación de
matrimonio, se desvistió sin hacer ruido, se puso el pantalón del pijama y tras
pasar por el cuarto de baño, donde un desconocido y cansado hombre se limpiaba
los dientes frente a él, se metió en la cama. Su esposa no tardó ni dos
segundos en recular hasta hacer tope contra su cuerpo, cogerle la mano y
ponérsela sobre su tripa, entre el ombligo y el nacimiento del pubis, y dos
segundos más tarde su respiración acompasada indicó a Arteaga que dormía
tranquila. Arteaga, con los ojos abiertos mirando la oscuridad, no dejaba de
pensar si su trabajo valía la pena.
Navarro untaba galletas en su humeante taza de
chocolate sentado a la mesa de la cocina. Sonreía mientras daba forma a su plan
para conseguir ilícitamente las huellas dactilares de seiscientas personas.
-Pan comido. Como casi todo en esta vida- rumió
entre bocado y bocado, -es cuestión de pasta, tendré que hablar con Arteaga de
“sus” fondos reservados-. Con las ideas más o menos claras se dirigió al cuarto
de baño, orinó y se miró en el espejo, un neandertal en calzoncillos le
sonreía, -guapo-, le dijo y se fue a dormir.
Me abotono la camisa frente al espejo de la habitación
mientras la prostituta se ajusta de nuevo las medias. Me sonríe satisfecha por
la propina desproporcionada que le he dado mientras piensa en mí como en un
mirlo blanco, yo pienso en ella como alguien que me ha dado una información que
reafirma el plan, y esa información vale lo que he pagado. Ahora sé lo que
suponía, dentro de nueve días no puede atenderme, tiene una celebración junto
con el resto de sus compañeras, y el pequeño y discreto hotel estará reservado.
Incluso ha cometido el desliz de decirme quienes eran el grupo de clientes y
cual en concreto iba a atender ella, presionada por mi insistencia y mi promesa
de más dinero. En fin, he quedado con ella para dentro de quince días. Sé que
es mentira, si las cosas van como tienen que ir ella será otra víctima tan inocente
como necesaria. La chica se acerca a mí y me besa. Le pregunto por la ley no
escrita que dice que las prostitutas nunca besan a sus clientes, y me contesta
que le gustan los hombres detallistas. Le sonrió y miro el fajo de billetes. Se
pone medio seria y me dice que no se refería al dinero, coge mi mano y la coloca
sobre su pecho izquierdo, -quince días-, me dice y se va. Me rió mientras salgo
de la habitación, folla muy bien, miente muy mal. -Lo siento-, murmuro para mí.
-Te estoy esperando abajo-, le dijo a Marta por
teléfono-, -sube un momento, acabo en seguida, es el tercero izquierda- oyó Ana
a través del auricular.
La puerta estaba entreabierta. Ana entró y la cerró.
Un gato sacado de alguna película de terror de serie b la miraba desde el
centro del pasillo,
-Marta-, dijo Ana elevando la voz, -hay una cosa
parecida a un gato mutante en el pasillo, ¿quieres que te lo mate de un tiro para
que deje de sufrir?-,
-deja en paz al gato, es así. Dame cinco minutos y
nos vamos- oyó a Marta desde el fondo de la casa.
Mientras avanzaba por el pasillo sorteando al bicho,
Ana iba cotilleando la casa sorprendida. Esperaba un desastre y aquello era un
manual sobre “la perfecta organización e higiene del hogar”. Con un ojo en el
fondo del pasillo, donde se oía trastear a Marta, inspeccionó con el otro la
cocina y el baño, donde un familiar y fuerte olor le inundó las fosas nasales,
-¿Has estado depilando al gato?-, preguntó, -ahora
entiendo la pinta que tiene y la geta de sufrimiento del pobre animal-, dijo
llegando a la sala de estar.
Un segundo después empezaron a temblarle las
rodillas. Marta, con cara de cabreo, estaba en el quicio de la puerta de lo que
debía ser su habitación. Por todo vestido llevaba unos ridículos calcetines de
colores y unas bragas de postguerra, el sujetador pendía de una de sus manos.
Las pantorrillas, las ingles y el labio superior de la joven lucían rojos como
tomates, en claro contraste con un cuerpo que pedía a gritos unos rayos de sol,
-crema-, atino a decir Ana, -date crema antes de que
se te caiga la piel, ¿pero hija, qué coño has hecho?-
-la idiota, he hecho la idiota por hacer caso a una
estúpida estirada con un carácter que no hay Dios que la aguante. Y eso- dijo
apuntando con los índices de las dos manos a sus ingles, -no es lo peor-, dijo
mientras avanzaba hasta el centro de la sala y se colocaba a un metro de Ana,
-mira-, le dijo mientras ponía los brazos en cruz, los sobacos de la joven
parecían cuadros de mártires cristianos, un auténtico escarnio.
Ana retrocedió instintivamente un paso, tener a
Marta tan cerca y tan… cerca le mareaba. La cogió de una mano como cogería a
una mofeta, la llevó al cuarto de baño y le repitió,
-crema-.
Durante los tres o cuatro minutos que una
parloteante Marta se afanaba en embadurnarse a conciencia, Ana, apoyada en el
marco de la puerta, la contemplaba pensativa y sin escuchar nada de la cháchara.
-Me he cargado a gente, me han cosido a hostias y las he repartido
como panes para acabar vencida como una colegiala por alguien capaz de llevar
unas bragas como esas, ¿y ahora que se supone que tengo que hacer?-, pensaba.
Marta la empujó y pasó a su lado mientras decía algo
sobre -las torturas a las que las mujeres tienen que someterse en este mundo
machista que…,-
Ana volvió a perder el hilo y le dio la razón. Marta
se puso unos pantalones vaqueros viejos con algún que otro roto, unas
zapatillas de loneta rojas y pidió consejo a Ana sobre si ponerse una camisa o
una camiseta,
-la camisa-, contestó por decir algo.
Justo antes de salir del piso Ana colocó frente a
ella a Marta y le dijo,
-eres un verdadero desastre, te has abotonado mal la
camisa-, soltó los botones hasta llegar al equivocado y los colocó
correctamente, ajustó lo que pudo el arrugado cuello de la camisa y se encontró
los ojos de Marta frente a los suyos. Marta sonrió, le puso las manos sobre las
tetas, apretó un par de veces y se escabulló hacia la puerta gritando,
-lo sabía, son de plástico-, mientras se moría de la
risa. Ana se quedó petrificada durante un momento, ya sabía lo que tenía que
hacer, primero la mataría y luego la llevaría a comprarse ropa interior.
De camino a la reunión Marta le contó a Ana que
creía haber descubierto cual era el punto débil del asesino, que había estado
dándole vueltas esa noche y que aunque tenía aún muy verdes los detalles el
planteamiento era de una lógica aplastante,
-vale, cuéntamelo-, le dijo esta con curiosidad,
-no, prefiero decirlo a todos en la reunión. Si te
lo digo a ti tendré que repetírtelo, y después tendré que decirlo y repetirlo a
los demás hasta que todos lo entendáis-, dijo muy seria.
Esta vez Ana no se contuvo, esperó al semáforo en
rojo de turno, buscó con ojos de experta en la camisa el pequeño bulto que
delataba el pezón izquierdo de su acompañante, hizo presa sobre él y lo
retorció,
-perdona-, le dijo pausadamente a su víctima que no
movía ni una pestaña mientras se mordía el labio inferior, -¿me estás llamando
tonta?, gira la cabeza de izquierda a derecha para decir que no-, Marta giró la
cabeza, Ana soltó el pezón.
-Zorra-, dijo Marta mientras masajeaba el inflamado
bulto de su camisa.
-Después de la reunión tú y yo nos vamos a comer al
centro. Prepara la tarjeta de crédito, esta tarde echará humo. Si tengo que
soportarte y cuidar de que no tropieces con tus propios pies, lo mínimo que me
debes es no tener que pasar otra vez por el mal trago de ver tu feo culo
envuelto en semejantes bragas-. Afirmo con convencimiento Ana.
Tras unos instantes de silencio Marta preguntó muy
seria,
-Ana, ¿tú crees que tengo el culo feo?-.
La interpelada resopló mirando el techo del
vehículo, intentando parecer alguien muy, muy harta de su plomiza compañera.
A estas alturas de la película mi mayor enemigo soy
yo mismo, mi subjetividad y mis ganas de que todo salga tal y como quiero. Así
que hoy toca, tras el intenso día de ayer, contrastar el grado de cumplimiento
del plan por encima de mis deseos. Quiero saber donde estoy realmente.
Veamos, cualquier investigación que pretenda ser
científica, y esto no suele decirse en las aulas, tiene incluso antes de ser
planteada dos lastres, dos consecuencias derivadas y una acción correctora, y o
bien se tiene todo ello en cuenta en los preliminares de la investigación, o
será un fracaso.
Los lastres son la subjetividad y el orgullo del
investigador. Las consecuencias derivadas son la perdida de la perspectiva real,
y por tanto errar el objetivo; y el deseo de satisfacer el ego que el
investigador en su condición de humano tiene, y que más allá incluso de errar ese
objetivo le hará fracasar estrepitosamente en caso de empecinamiento. Por
tanto, la acción correctora a aplicar en los primeros estadios de la
investigación, yo diría incluso que necesariamente antes de ilusionarnos con el
proyecto, es plantearse qué cosas se pueden medir, cuantificar, contrastar y
comparar durante todo ese proceso; y estas han de ser tan sumamente objetivas,
como para que cualquiera en cualquier momento esté en condiciones de llegar a
las mismas conclusiones a las que tú mismo llegarías. Esto es tan válido para
quien tenga como objetivo conseguir una nueva vacuna, como para quien a través
de una serie de asesinatos y otras actuaciones pretende llegar a un objetivo
concreto, es decir, yo.
Hace más de un año, cuando idee todo esto, escribí
cincuenta variables en un archivo cifrado de mi ordenador portátil, cada una de
ellas con un valor frio, objetivo y ponderado en función de su importancia social,
la suma de todos esos valores tiene un rango de cero a cien. Si el resultado es
menor de noventa, seguiré matando. Si es mayor pasaré a la última fase del plan
y el polvo de anoche se quedará en solo eso. Empiezo y la curiosidad aumenta,
-1. Porcentaje de medios que abren sus portadas con
los asesinatos. Valor ponderado, de cero a dos. Analizo. Resultado, dos-…
No hay comentarios:
Publicar un comentario