martes, 15 de mayo de 2012

50 DÍAS DE MAYO. PAG 51-100


Iván Manzanos se consideraba a sí mismo el azote del país; era una de esas personas en las que las circunstancias y las convicciones fraguaban, con el tiempo, en un ser extremo.
Como fuera que fuese que sus artículos en el periódico más representativo del conservadurismo nacional eran jaleados por un sector cada vez más amplio del país, suma de la burguesía clásica (de la que el formaba parte por ascendencia y convicción), y de esa masa compuesta de nuevos pequeños ricos temerosos de perder sus ahorros, ultranacionalistas airados ante la posibilidad de disolución de sus señas de identidad, católicos escandalizados y otros sectores sociales a los que la ira o el miedo, que vienen a ser lo mismo, atenazaban, este hombre decidió no solo seguir subido a un carro del que nunca pensó apearse, sino además darle y ser su voz.
Lo que nunca llegó a imaginar aquel día en que decidió quitar la mordaza a su pluma, escandalizando a muchos y agradando a otros muchos, era el éxito que iba a obtener ni el apoyo, en voz alta o sotto voce, de al menos parte del ala más conservadora del país. En un ataque de genialidad en una entrevista en la que se le preguntó si lo suyo no era una “huída hacia adelante”, respondió “que de ninguna manera, que lo que él hacía era ir hacia adelante”, haciendo de esa frase y desde ese momento titular y encabezamiento de sus artículos. Y en el que acababa de escribir ese “ir hacia adelante” cobraba una especial importancia. Orgulloso y pagado de sí mismo releyó su pasaje favorito,
-no seré yo quien haga de un asesino un héroe, ni de una víctima un culpable, pero lo cierto en mi opinión y en la de muchos, es que tras los hechos acaecidos en las últimas semanas se esconde el hartazgo de una sociedad huérfana de valores morales, asesinados por quienes han hecho de este país un reino de Taifas; donde cada cual brega en su provecho destrozando lo que nos ha costado siglos ser. Porque esa es la pregunta, ¿qué somos, simples comparsas de quienes desde fuera y desde dentro de nuestras fronteras se empeñan en menospreciarnos diciéndonos que hacer y cómo?, ¿es que no os dais cuenta en la calle, en vuestro trabajo o cuando estáis frente al televisor que están diluyendo nuestra esencia con una mezcla donde todo y todos están permitidos?-.
-Yo no veo más que gente extraña a quienes nuestro país les importa solo en base a lo que pueden llevarse; conductas amorales de nuestros propios nacionales, aplaudidas y legalizadas por quienes dicen representarnos; juventud malsana sin el más mínimo respeto al orden y a las formas. Miro y veo desorden, caos y delincuencia en cada esquina. No seré yo quien haga de un asesino un héroe, solo digo que alguien harto a tomado una decisión, errónea y desencaminada, pero es que alguien debe empezar a hacer algo por este país.-
-Bien, perfecto. Esto va a levantar ampollas-, pensó satisfecho mientras remitía vía mail a la redacción del periódico su artículo, tras lo cual tomó su bolsa de deporte para dirigirse al club; tenía partido con un antiguo tenista amigo suyo, sabía de antemano que iba a perder ante la habilidad del viejo profesional, pero ese día nada le iba a borrar la sonrisa de la cara.

Diecisiete de mayo.
La reunión tuvo lugar en la Catedral. Por supuesto ese no era el nombre que figuraba en la pulida placa de bronce a la entrada del club social, pero cualquiera que fuese realmente alguien sabía de ese nombre y que era allí donde se cocían muchos de los negocios y las políticas del país, al menos todos los que tenían que ver con uno de los lados del poder.
La Catedral ocupaba por completo el inmenso ático del edificio. Las únicas paredes que interrumpían lo diáfano de aquellos más de setecientos metros cuadrados sostenidos por columnas labradas, eran las que daban a la cocina, el almacén y los lujosos baños. Las paredes eran innecesarias, cada una de las personas que en ese momento ocupaban la estancia, sentados solos en sillones de piel o en pequeños grupos alrededor de mesas de caoba pulida sabía cuál era su sitio, y solo los uniformados camareros tenían acceso, sin necesidad de cita previa, a cada rincón. Las malas lenguas afirmaban que lo abierto de aquel espacio respondía a la necesidad de ver venir a posibles enemigos, y en parte no les faltaba razón.
Alguno de los presentes, los menos, reconocieron al Director de la Seguridad Nacional dirigiéndose seguido de un joven hacia el santa sanctórum, e inmediatamente lo olvidaron. Dirigirse sin más hacia el trono solo podía responder a una invitación de De Castro, y a este no le gustaban los curiosos.
-Señor De Castro-, saludó el Director indicando a Arteaga que se quedase a unos diez metros de ambos,
-Director Hernández-, dijo el primero indicando un sillón frente a donde se encontraba sentado, mientras un camarero ponía presto sobre la mesa un lujoso vaso lleno de Bourbon de la marca preferida del Director, -espero que sus vicios no hayan cambiado. Dígale a su chico que puede tomarse un refresco y que se relaje, parece un poco tenso-.
Arturo de Castro era presidente del mayor grupo mediático del país, tercero en el ranquin mundial, accionista mayoritario de una de las  entidades bancarias de primer orden nacional, consejero en un par de empresas eléctricas, con participaciones en petroleras, constructoras, y en todo lo que fuese, hiciese o generase dinero. Dios en persona había invitado al Director a hablar con él en la Catedral, y este quería saber porqué.
Mientras realizaban las formalidades de rigor, el Director Hernández analizaba al anciano sentado frente a él con la misma perseverancia y perspicacia con que se sabía estudiado. El hombre había envejecido desde la última vez que se vieron, “aunque siempre le recuerdo viejo”, pensó sin dar importancia al dato; pero su edad no era óbice para que siguiera siendo un auténtico mago de las situaciones. Se había colocado dando la espalda al enorme ventanal, sentado en un sillón cuyo respaldo justo llegaba hasta su cuello, de tal forma que el sol de la tarde que entraba en la estancia impedía a quien le mirase de frente distinguir con claridad su cara envuelta en una atmosfera irreal. El Director sabía por experiencia que nada en aquel hombre era casual; el viejo podía ver perfectamente sus reacciones y el apenas intuía las de su contrincante, claro que toda moneda tiene dos caras y esa actitud podría responder a una forma de protegerse más que a una de amedrentar, o a ambas.
Empezaba el juego,
-Bien señor Director, aunque siempre es un placer su compañía, evidentemente hay algo que me preocupa y que creo conveniente tratar con usted-,
-siempre a su servicio, en tanto sus preocupaciones no sean imposibles para el Estado…,- dijo mientras pensaba “primer tanto para mí. Suéltalo ya viejo cabrón”.
-Sin más dilaciones entonces. ¿Sabe?, estoy francamente preocupado por los lamentables asesinatos de estas semanas, no son buenos ni para el país ni para los negocios. Cierto que estamos aumentando las ventas en prensa e ingresando en caja pluses publicitarios en televisión, pero no me gusta lo que no controlo, y esto me da muy mala espina. Verá, no estoy sentado en este sillón porque me haya tocado en un sorteo, sino a base de pelear, traicionar y evitar traiciones; y por supuesto, saber intuir la oportunidad o el peligro. Yo tengo mis fuentes como usted tiene las suyas. Sé que Seguridad Nacional anda husmeando entre los míos buscando conspiraciones o algún chiflado, y sé que su gente le ha informado de nuestro asombro ante lo que está pasando; y por eso le he llamado, para asegurarle en persona que desde este lado, al menos institucionalmente, no tenemos nada que ver con lo que está pasando; es más, estoy en condiciones de asegurarle que los del otro lado tampoco ganan nada con todo este asunto-.
Mientras hablaba, a De Castro no se le escaparon los detalles de las manos entrelazadas y de blancos nudillos del Director ni de la gota de sudor que resbalaba por la cara de su joven acompañante; prosiguió con una mueca que solo un optimista convencido hubiese dado por sonrisa.
-Entre ellos y nosotros nunca ha habido desde que este país es democrático, y pese a lo que la gente pueda creer, una guerra. Comprendimos hace treinta años que ganábamos mucho más siendo complementarios en un sistema que al fin y al cabo consensuamos entre nosotros, que destruyéndolo; y cualquiera que quiera y pueda mirar los resultados de nuestras empresas y de las suyas llegará a la conclusión de que esa es la mejor forma de ganar dinero a medio y a largo plazo. La democracia, mi querido Director, nos justifica, nos respalda y nos hace poderosos, a ellos y a nosotros; así que no tiene ningún sentido matar a la gallina de los huevos de oro, ese es un detalle que seguro no se le escapa a alguien de su inteligencia-.
Sin saberlo, el señor De castro repetía los mismos argumentos que en su día escuchó el inspector Navarro de boca del funcionario de exteriores, aunque aquella vez referidos a países centroamericanos.
Hizo una pausa, bebió un sorbo de su copa y encendió un enorme puro que le envolvió en una nube azul, mientras sus ojos escaneaban las reacciones de sus invitados. El Director no dijo nada e intentó disimular un rictus, sabía que lo sustancial del discurso venía a continuación. El viejo comenzó a hablar en tono pausado, a media voz, mirando fijamente a su acompañante,
-Por supuesto que dejamos ladrar a nuestros perros, e incluso que se ataquen y se devoren; eso es parte del negocio y da buenos beneficios a nuestros contrarios y a nosotros. Pero a los míos los ato corto, soy yo quien les azuza o quien les pone bozal, y señor Director, le aseguro que si alguno se desmanda o muerde donde no quiero, lo sacrifico, y mis queridos enemigos no tendrían dudas en hacer lo propio-.
El Director asintió ante lo que sabía cierto, invitando al anciano a que siguiera con su exposición.
-Permítame-, continuó el hombre, -un regalo de mis antagonistas y mío. Centre usted los esfuerzos de su gente en buscar a una sola persona tan perturbada como para pretender destruirnos a todos, y escúcheme bien-, le dijo mientras se acercaba levemente hacia el Director, -Si en esos esfuerzos ustedes se ven limitados por la ley, avíseme y pondré la cabeza del nombre que usted me dé en una bandeja de plata encima de la mesa de su despacho, y no hablo metafóricamente, esto no puede, no debe ir a más-, terminó mientras apuntaba directamente con su puro al Director.
Se quedó callado unos segundos, tras lo cual solo añadió,
-Como siempre ha sido un placer hablar con usted, salude a los suyos de mi parte-. Y de nuevo se echó hacia atrás mientras sorbía un trago de su copa.

Mientras caminaban hacia la salida de la Catedral, acompañados por un camarero cuya espalda delataba como profesional de la seguridad, Arteaga no pudo evitar la sensación de que ojos invisibles les miraban. “Monstruos”, pensó; y los pelos de la nuca se le erizaron mientras su mano derecha palpaba, en un acto inconsciente, la Beretta alojada en su costado izquierdo.
El Director y Arteaga no habían intercambiado una sola palabra desde que abandonaran la Catedral, y de eso hacía ya veinte minutos. Mientras se dirigían en el coche camuflado hacia “la casa”, cada uno de ellos cavilaba sobre el contenido, unilateral, de la reunión. Por fin, el Director se dirigió a su subordinado,
-piensa en voz alta-, le dijo,
-bueno, los mensajes eran bastante claros. Ni nosotros ni ellos tenemos nada que ver en el asunto, no nos gusta y si necesitáis un chivo expiatorio tenemos el que se adapte al gusto del consumidor-, respondió Arteaga,
-te he dicho que pienses, no que repitas el mensaje. Te recuerdo que ese viejo y su pandilla están convencidos de ser los dueños, al menos en parte, del país; y al menos en parte están en lo cierto. Sin embargo nos llaman a nosotros, simples funcionarios mortales, para asegurarnos su inocencia y brindarnos su ayuda. Arteaga, te juro que es la primera vez en quince años que intuyo el miedo en esa gente, y en ese tiempo hemos tenido problemas mucho más gordos que el asesinato de un cura y de una pareja, por muy diputado que fuese uno de ellos y por muy obispo que fuese el otro. El muy cabrón ha omitido algo, se ha guardado a qué coño teme. Dame a que se corresponde ese temor y te daré el móvil de los asesinatos, tan cierto como que eso que se está ocultando es el sol-.
Tras varios segundos de vacío mental el joven habló,
-Si yo tuviese el poder temería perderlo-. La frase le salió a Arteaga de forma natural, sin pensarlo.
El Director miró a Arteaga con cara de asombro y tardo cierto tiempo en asimilar el fogonazo en su mente. A partir de ese momento el cerebro se le disparó en una sucesión de razonamientos que le llevaron a una sola conclusión viable,
-será cabrón el puñetero asesino-, sonriendo se giró hacia Arteaga, -¿no lo entiendes?-, y mientras el Director reía su propio chiste Arteaga no podía dejar de mirar a su jefe pensando en qué momento había dicho algo gracioso.
-¿Quién tiene la fuerza para despojar del poder a los poderosos?- preguntó el director tras un lapsus de silencio en el que Arteaga no lograba quitarse de encima la sensación de que era tonto,
-evidentemente alguien todavía más poderoso que ellos. Alguien con más recursos de los que dispone esta gente-, respondió sin saber hacia donde quería ir su jefe. Este, borrando la sonrisa de su cara le miró fijamente. Arteaga hubiese jurado que la nueva expresión en ese rostro que tan bien conocía era de ternura, y dirigida hacia él.
-Está en la naturaleza de los jóvenes repetir los errores de los que ahora son viejos-, dijo más para sí que como réplica a la respuesta de Arteaga, y durante el resto del viaje no dijo nada más.
Cuando el coche se detuvo en el aparcamiento del edificio de Seguridad el Director preguntó,
-¿Por cierto, cuánto tiempo ha pasado desde el primer asesinato?-,
-veinte días-, respondió Arteaga automáticamente, aun incómodo por la enigmática cita de su jefe que no sabía cómo interpretar y a la que llevaba un rato dando vueltas,
-¿y de los asesinatos de Palacios y Carmen Yuste?-,
-diez-, ¿pero por qué le preguntaba algo que evidentemente ya sabía?,-Oh mierda, joder…-
-llama a tu gente, pero solo a los de confianza. También a los tres policías. Quiero que oigan la grabación de la conversación en la catedral y que saquéis conclusiones, pero que les quede a todos muy claro que esa conversación es secreto de Estado. Cuando lleguéis a un consenso me informas. Y prepara un equipo de forenses, me da igual que sean nuestros o de otro cuerpo pero que sean los mejores, es posible que los necesitemos en las próximas horas, si me necesitas estaré hasta tarde en mi despacho, tengo viejos archivos que ordenar, y una llamada que hacer.- Ordenó el Director mientras entregaba a Arteaga el pequeño grabador que hasta ese momento había permanecido oculto en su chaqueta. Dando media vuelta y sin esperar respuesta ni compañía tomó el ascensor.

La escena no tenía desperdicio. Arteaga pensaba, mientras intentaba mantenerse impertérrito como una estatua de mármol, que si aquello era representativo de algo no quería ni por asomo saber de qué.
A un lado de la mesa, incluido el mismo, se sentaban cuatro de los agentes de Seguridad Nacional con los currículos más brillantes de todo el Servicio. Los cuatro expertos en materias tan exclusivas que muchas de ellas se consideraban secreto, habituados a moverse en situaciones límite y tan capaces de manejar un artilugio electrónico de última generación como de partirle el alma a un fulano de un solo golpe. Lo más de lo más a un lado, y al otro…, Arteaga no exteriorizó ni la más mínima expresión, aunque por dentro no podía dejar de reírse.
A Navarro, Jiménez y Marta la llamada les había pillado fuera de juego, tan fuera de juego que habían decidido por amplio consenso que si los robots pelmas de Seguridad Nacional ni dormían ni comían (Navarro había sumado por su cuenta otras cuantas cosas que tampoco hacían), ellos no tenían porqué seguir un ejemplo tan poco civilizado, que además quedaba fuera de cualquier convenio colectivo que se preciase de serlo. Antes de unirse a la reunión a una hora tan poco mediterránea para trabajar como las diez y media de la noche, habían decidido hacer una parada en el bar que ya empezaba a ser un habitual y pedir unos bocadillos y unas cervezas para llevar, meter todo ello en su lógica bolsa de plástico de una conocida cadena comercial y subirse las vituallas a la reunión para poder degustarlas como Dios manda.
El olor a tortilla de chorizo, jamón con tomate y calamares con mayonesa hacía juego con el sonido del papel de aluminio grasiento, el zumbido de portátiles de última generación y el aire acondicionado, por lo demás la estancia se mantenía en silencio.
Arteaga miró a los suyos, los más de lo más salivaban tanto como él. Levantándose por fin, abrió la puerta de la sala de reuniones y ordenó al suboficial que la custodiaba que inmediatamente le trajese un amplio surtido de sándwich, bocadillos o cualquier cosa comestible, bajo pena de ejercer como seguridad de la embajada de Tanzania durante los próximos cinco años, si no lo hacía en menos de veinte minutos. Navarro le guiño un ojo.
Cuarenta minutos más tarde todos salvo Marta, que luchaba a brazo partido con su bocadillo de calamares tamaño familiar, habían acabado y se esforzaban con el café de rigor. Arteaga había intentado explicar de qué iba la reunión a los asistentes, pero en vista de la mínima atención obtenida y a la dificultad de parecer coherente mientras degustaba un bocadillo de bacón con queso a las once de la noche, optó por esperar a todos acabasen para poner en antecedentes a sus acompañantes. Curiosamente el banquete había logrado un nivel de distensión y camaradería en el grupo difícil de conseguir por otros medios, eso estaba bien, pensó.
El grabador, pese a su ridículo tamaño, era magnífico. Una joyita carísima que una vez conectado a su correspondiente equipo de audio era capaz de reproducir una conversación con todo detalle. El recién formado equipo escuchaba mientras degustaban sus cafés, tomando nota mental de las palabras pronunciadas por el señor De Castro, sus pausas y las inflexiones de voz. Cuando la grabación concluyó, Arteaga pulsó la tecla de stop y preguntó sin dirigirse a nadie en especial,
-¿y bien?-,
-tendría que pasar la grabación por el editor de audio y compararla con otras grabaciones de la misma persona, pero si te sirve de algo mi experiencia lo que dice es lo que cree. Si hay manipulación en la información es previa a que le llegase a este hombre; el está seguro de lo que dice y se siente amenazado-, afirmó con rotundidad Ana Conti, la mujer que se sentaba a la izquierda de Arteaga, este asintió sin más dando por buena la explicación.
Jiménez, suspicaz como siempre, no pudo dejar de preguntar a aquella mujer morena y de ojos de un verde tan claro que parecían transparentes sobre si estaba lo suficientemente segura como para ser tan contundente,
-señor Jiménez-, contestó esta mientras miraba a Arteaga pidiéndole permiso para responder, este asintió, -parte de mi trabajo consiste en saber cuando alguien dice la verdad o cuando miente, y hasta ahora no he fallado. A veces cuesta más o a veces menos que mis “clientes” sean todo lo sinceros que yo quiero, pero no le quepa duda que acabo lográndolo por unos o por otros medios. El hombre de la grabación puede ser poderoso, pero solo es un hombre con miedo-, terminó mientras lanzaba una mirada sostenida y envenenada a Jiménez, que no pudo menos que retirar la suya. Marta se quedó mirando embobada a aquella mujer.
-De acuerdo entonces-, prosiguió Arteaga, -es sincero y tanto él y lo que representa como sus opuestos temen algo lo suficiente como para sugerir que detengamos a quien queramos y ellos se encargan del resto, ¿qué es lo que temen?-,
-esa me la sé-, dijo Navarro, -evidentemente temen perder su posición de poder-,
-¿todos de acuerdo?, vale, seguimos. ¿Quién es lo suficientemente poderoso como para hacer perder a esa gente su posición de privilegio?-, dijo Arteaga repitiendo la pregunta que le formulara su jefe poco antes.
Marta se atragantó con el café. Tosió con estruendo mientras Navarro se afanaba en darle lo que para el eran suaves golpes en la espalda y para Marta era un martirio. Cuando el ataque de tos remitió miró a su jefe con odio mientras este fingía sentirse ofendido, le mandó directamente a la mierda y empezó a hablar para el resto del grupo, dando la espalda como castigo al Inspector.
-joder, lo sé. Llevo días dándole vueltas a la puta pregunta y la respuesta es tan sencilla. Arteaga, haces la pregunta pero te equívocas en el planteamiento-; volvió a toser mientras Arteaga y el resto la miraban inquisitivamente, -¿no lo veis?-, dijo tras reponerse, -la respuesta a quien es más poderoso que esta gente, si la planteamos tal cual, es nadie, el planteamiento de De Castro es clarísimo en ese aspecto. Hemos llegado a la conclusión de que esta gente tiene miedo, pero ese temor no es a que venga alguien concreto y les arrebate el poder y su dinero. Lo repitió por activo y por pasivo y no lo hemos visto, la cosa va de la posible ruptura del status quo entre ellos y sus contrarios, de hacer que el sistema cambie o se modifique lo suficiente como para hacerles caer o cambiar las reglas del juego, y eso no es cuestión de un quien, sino de quienes-.
Un silencio de incomprensión prosiguió a la explicación de Marta, que miró cabreada al grupo pensado que no eran más que una pandilla de cortos. Necesitaba a Navarro, le cogió de un brazo y le hizo levantarse poniéndose frente a ella. Navarro sonrió, comprendiendo lo que pretendía la inspectora. Dueña absoluta de la situación y sujetando todavía a Navarro del brazo se giró hacia los demás diciendo,
-vale, vamos un paso atrás. Mi jefe es el asesino y yo voy a hacerle una serie de preguntas a las que contestará con lo primero que se le ocurra. Por favor, es importante que prestéis atención. ¿Qué has conseguido matando al cura?- dijo mirando muy seria a Navarro,
-montar un Cristo de tres pares de cojones entre los curas, creyentes en general y demás paisanos-, respondió inmediatamente el inspector,
-perfecto, ¿y qué has conseguido con lo del diputado y su novia?-, prosiguió Marta,
-¿cabrear a otro montón de peña?-,
-muy bien jefe, ya casi estamos. Un par de preguntas más y acabamos. En función de lo que has respondido ¿porqué matas?, no, ni se te ocurra pensar la respuesta, dila sin más-
-para dar por el culo al país y que reviente-,
-y por fin, dijo Marta soltando el brazo de su jefe y mirando al resto, -¿quienes tienen la capacidad real de cambiar, modificar o simplemente reventar y dar por el culo  a todos los dirigentes de lo que quiera que sea en un país, y a quien todos y cada uno de esos dirigentes temen más que a nada en el mundo porque una vez lanzados no hay quien los pare?-,
-a la masa, a la puñetera masa-, murmuró Arteaga con los ojos como platos y recordando su conversación con el Director horas antes.
-perfecto-, dijo Marta sentándose, miró con cara de niña al resto y prosiguió, -el asesino seguirá actuando, atacando a aquellos de quienes su muerte sea sinónimo de revueltas populares hasta que estas sean incontenibles, pues ese es su objetivo y ese es el temor de los poderosos. Lo llevamos claro-.
-todo lo que sabe se lo he enseñado yo-, dijo Navarro mientras miraba encandilado a su subordinada.
Ana Conti miraba fijamente a Marta con los ojos entrecerrados.
Quince minutos después Arteaga era el único que permanecía en silencio. Observaba atento al grupo que discutía entre sí sobre la catarsis que acababa de producirse. En toda investigación a la que se pretenda llegar a un objetivo, sea policial, analítica o científica, hay un punto de inflexión tras el cual o todo se va al traste o la flecha apunta en una clara dirección, la correcta, al menos hasta que una nueva revelación la guiase en otro sentido o se llegase al final.
Parecía que aquel grupo dispar y a priori condenado al desencuentro había dado con esa dirección correcta, pero Arteaga aún quería dar veinticuatro horas más a la gente que lo formaba antes de informar al Director. Quedaban muchas preguntas a las que responder y fijar una línea de actuación, y a su jefe no le gustaban los informes incompletos.
Mientras tanto, miraba fijamente a Marta Iglesias que en ese momento discutía con fervor con Ana Conti, su experta en saber cuando la gente decía la verdad entre otras cosas, y con Navarro, cuyo rostro había pasado del rojo al escarlata y parecía a punto de estrangular a ambas por algún motivo en particular o por ninguno en concreto. Sonrió para sí al pensar en que si alguna vez los dos policías llegaban a conocer el secreto currículo de Ana, la distancia mínima que mantendrían con la agente de peligrosos ojos verdes sería muy, muy grande.
Las especialidades de Arteaga eran otras. A las de observar, aprender con humildad y sensatez en sus conclusiones y acciones, se sumaba la lealtad sin mácula hacia la figura del Director de la Seguridad Nacional, bajo cuyo patronato había llegado a ser su lugarteniente de facto, pese a que en la casa hubiese personal de mayor rango que el mismo. E inmerso en esas especialidades estudiaba a la joven policía con respeto renovado, o para ser franco consigo mismo, recién hallado.
La gente se equivoca cuando dice eso de que la primera impresión es la que cuenta, sería mucho más apropiado decir que las formas son el fondo, y para llegar hasta él, primero hay que gastar el tiempo necesario en estudiar cómo se comporta el sujeto, y esta chica era una caja de sorpresas.
Marta, empaquetada entre una agente con más secretos que verdades y un oso pardo de dientes amarillos, daba la impresión a primera vista de no ser más que el postre paupérrimo en una comida de tiburones; pero la experiencia en su campo hacía presuponer a Arteaga que la agente a quien había visto con sus propios ojos dar un trago a una cerveza, meter una bala del 7,62 en la cabeza de un Afgano a ochocientos metros de distancia y terminar su bebida, y el poli cabronazo y sin escrúpulos estaban en ese momento abducidos por aquella auténtica marciana, e incluso el mismo lo estaba, concluyó sorprendido. Iba a costar que Navarro la soltase, el hueso con que habría que premiar al Inspector tendría que ser grande, pero “la casa” necesitaba a alguien como ella, con una capacidad de evaluación de circunstancias de la que probablemente ni siquiera ella misma era consciente.
-Escúchenme por favor-, repitió por tercera vez Arteaga levantando la voz y logrando al fin hacer callar aquella jaula de grillos. -Hoy hemos hecho un buen trabajo y de momento es suficiente. Quiero que se vayan a sus casas, que mediten y descansen. Mañana a las 9,30 retomaremos la reunión para fijar las nuevas líneas de actuación, ¿de acuerdo?. Y ahora si me lo permiten, tengo otro asunto que atender-.
Cuando todos abandonaron la sala, marcó en su móvil el número del centro de comunicaciones,
-¿alguna novedad?-, preguntó al agente de guardia,
-de momento nada, capitán. Yo mismo le informaré si se produce, pierda cuidado-, respondió este,
-veinte días, diez días, hoy. Ojalá esto haya terminado-, rumiaba entre dientes intentando convencerse a sí  mismo.


Dieciocho de mayo.
Corro tras el manteniendo la distancia, todavía quedan quinientos metros para llegar al lugar elegido. Es temprano y el recién estrenado día conserva el frescor en esta joven mañana, en la que apenas nos hemos cruzado con otro par de personas que como nosotros practican deporte. Lo cierto es que para ser una persona de sesenta y tres años mantiene un buen ritmo.
Los rayos de sol que se cuelan entre las ramas de los árboles del gigantesco parque central de la ciudad me acarician la piel de las piernas desnudas, a la par que molestan mi visión sobre el objetivo. Trotamos a paso ligero por uno de los múltiples senderos, él como casi todas las mañanas, yo solo ayer y hoy, al menos eso espero. Actuar en sitios públicos lleva aparejados imponderables, como ese grupo de jóvenes que casualmente nos cruzamos ayer justo en el sitio donde no deberían estar. Cuatrocientos metros y no distingo a nadie, vamos bien. Me autoevalúo una vez más pues se que este es el paso más difícil de los que tengo que dar; conozco casi todas mis debilidades y en apenas unos minutos voy a enfrentarme a ellas, controlo mi respiración y me exijo concentración. Cien metros, acelero. Cincuenta metros, nos acercamos al punto y me coloco a su altura, estamos solos.
Me mira y pese a la capucha que llevo puesta y al tiempo transcurrido me reconoce. No le doy tiempo a reaccionar. Apoyo en su espalda el arma eléctrica y pulso el disparador. 200.000 voltios se desatan haciéndole caer con estrépito al suelo mientras convulsiona. Lo arrastro rápidamente tras los matorrales que limitan el sendero del arbolado; veinte metros más allá está el sitio elegido, un pequeño claro invisible desde el camino. Apoyo de nuevo el arma, esta vez en la sudada base el cráneo y repito la operación, el cuerpo se alza veinte centímetros del suelo por la brutal descarga y ya no vuelve a moverse, está totalmente fuera de juego.
Regreso a hurtadillas al sendero, no hay nadie. Reviso minuciosamente el lugar donde ha caído y después el tramo hasta donde yace mi víctima, no hay rastros visibles. Pongo el seguro al arma y la guardo en el bolsillo con cremallera de mi sudadera. Estiro la goma de la bocamanga izquierda y la barra resbala libre hasta mi mano; me la paso a la derecha. Paro. Mi corazón late con fuerza y siento como la adrenalina se me dispara brutalmente activando al animal; los pulmones trabajan a destajo para llevar el preciado oxígeno a los tensos músculos. No lucho por el control de mi cuerpo, le dejo ser lo que es. Pongo el cuerpo boca abajo, apoyo la cabeza contra la enorme raíz desnuda del árbol y golpeo la nuca que cruje. Lo muevo hasta dejarlo sentado contra la corteza, golpeo el cenit del cráneo y la sien izquierda. Levanto el brazo izquierdo por la muñeca y golpeo el antebrazo que toma una extraña posición. Repito con el derecho. Paro y escucho. Solo se oye el murmullo de las hojas más allá de los secos gruñidos de mi garganta. Estiro del cuerpo hasta tumbarlo, cojo uno de los tobillos, lo levanto y golpeo, esta vez toca a las piernas allí donde el hueso está al borde de la piel. Por último, uso la raíz como base sobre la que apoyo la espalda del exánime cuerpo, separo los brazos y golpeo las costillas a ambos lados…, se hunden y paro. El cuerpo roto se acomoda inerte y fláccido a la forma de la raíz.
Limpio la barra con el pañuelo que llevo conmigo a tal efecto y la devuelvo a su escondrijo. Abro la cremallera y saco la máquina de fotos, hago mi trabajo y la guardo en el bolsillo junto al arma y el pañuelo, cierro la cremallera. Paro. Reviso la escena desde diversos ángulos, todo es correcto. Unos pasos atrás. Miro el cadáver desde cinco metros de distancia.
La composición, la luz matinal, el estrés y mi subconsciente me traicionan. Miguel Ángel, ciudad del Vaticano, La Piedad. La posición del cuerpo descansando sobre la raíz es tan similar, y yo estoy tan saturado de hormonas que por un momento las dos imágenes se superponen. No tengo ni un gramo de saliva, solo espuma sólida, blanca y seca que tragar. Mi estómago toma la iniciativa y siento el torrente de vómito subir hacia mi boca. La cierro. La cierro y trago en inesperada batalla entre mi cuerpo y mi mente. Mi cuerpo insiste, y de nuevo trago el amargo vómito con los dientes chirriando y los labios apretados. Me doy la vuelta, limpio con cuidado lo poco que ha logrado escapar por mi nariz y cuento hasta diez. Miro al suelo, no veo evidencias visibles.
Salgo de nuevo al sendero no sin antes cerciorarme de que estoy solo. Corro penosamente con la mente en blanco, la barra golpea mi codo al ritmo de la carrera, solo aparento ser un hombre maduro que ha hecho más ejercicio de la cuenta, o eso espero pues estoy improvisando. No puedo pensar y mi cuerpo está en pleno bajón. Cinco minutos más tarde llego a la pequeña furgoneta blanca y sin rotular estacionada en uno de los aparcamientos colindantes al parque. Miro alrededor cerciorándome de que las pocas personas a las que veo están lejos. Entro en el vehículo y cierro la puerta. Saco la vulgar bolsa de deportes de debajo del asiento continuo, la abro y extraigo su contenido dejando a mano la pequeña toalla. Miro una vez más alrededor y meto la cara dentro vomitando, esta vez sí, con tal violencia que mi cuerpo se estremece en todas y cada una de las arcadas, parece como si quisiera vaciarme el alma. Me limpio la boca con la toalla y la meto en la bolsa, añado el pañuelo con rastros de mi víctima cerrando la cremallera. La visión que me devuelve el retrovisor es la de un rostro enfermo y blanco. Arranco dejando la ventanilla totalmente abierta, necesito que me dé el aire.
De camino al polígono donde robé esta mañana el vehículo voy recuperando la compostura. Paro para deshacerme de la bolsa en un contenedor de basura, teniendo cuidado de cubrirla para que no sea visible. Llego vigilante y aparco la furgoneta a la vuelta de la esquina de donde la robé la pasada noche, todavía tengo media hora antes de que los trabajadores lleguen al taller, así que al menos en este sentido las cosas han ido según lo previsto. Saco la barra de la manga de la sudadera y la pego con cinta a la pierna derecha, me pongo los pantalones largos del chándal y guardo el resto de la cinta en el bolsillo, reviso que la furgoneta esté limpia de todo posible rastro salvo lo necesario que dejo con cuidado bajo el asiento, salgo y cierro el vehículo mientras me acicalo en el reflejo de la ventanilla, comprobando que el color ha vuelto a mi cara, y camino hacia el restaurante del polígono industrial, en cuyo apestoso contenedor de basura arrojo los guantes de látex transparentes que pasarán, si es que hay ojos lo suficientemente curiosos, por los de las cocineras. Quiero meterme algo en el estómago y eliminar el amargo sabor de mi boca, y necesito un rato rodeado de bullicio para pensar.
Sentado en una de las mesas del fondo, donde el humo del tabaco y la cacofonía de voces me rodean protectores, doy cuenta de una napolitana recién hecha y de un cortado penoso. Intuía desde que ideé todo el proceso que este paso era el más difícil, pero fui un estúpido al no dar la suficiente importancia a mis debilidades. Veamos, matar a un desconocido me crea conflictos morales. Los asumo, me deprime o me cabrea, pago las consecuencias de lo que hago si da lugar a ello, lo racionalizo y listo. El problema me supera, tal y como ha pasado esta mañana, cuando la víctima es una persona conocida. Es la segunda vez que me pasa a lo largo de mi vida, aunque esta vez ha sido la hostia, tal vez porque detestaba al primer conocido que maté, tal vez porque de alguna forma admiraba al hombre de esta mañana, tal vez porque me hubiera gustado hacer las cosas de otra manera. Le conocí hace siete meses, en una conferencia organizada por la facultad de periodismo; “Sociedad e información”, una broma del destino que me facilitó la difícil elección sobre quien iba a ser una de las víctimas de esta drama teatral. De una charla informal pasamos por similitud de ideas a una amena comida privada. El tipo era tan encantador como aparentaba, y ciertamente inteligente. Nos despedimos prometiéndole una entrevista en profundidad, y lo cierto es que hasta en tres ocasiones tuve que inventar escusas para evitarla, no era cuestión de tener que matar a un posible nuevo buen amigo…,
…Y luego está lo de la visión de las dos figuras mezclándose…, la de este hombre muerto y la del Cristo de la piedad. Uff, poderosas armas son el subconsciente y la culpa, muy poderosas.
Amo dos cosas en la vida por encima de ella misma; mi profesión, no esta sino la real, y el arte. No me vale la pena entrar en lo primero, ahora no es relevante aunque explica mi comportamiento. Pero todavía me estremezco recordando el día en que un joven aterrorizado porque el que monstruo que llevaba dentro le hacía presuponer que no era más que un loco, quedó paralizado frente a un cuadro de Tiziano, María Magdalena. Ese cuadro me redimió, me hizo pensar por primera vez que si alguien era capaz de hacer algo tan hermoso, entonces valía la pena hacer lo que fuese necesario con tal de conseguir un buen fin; y supe que mi diferencia es que yo era capaz de hacer las cosas necesarias. No sé lo que soy, pero sé que no soy un loco sin escrúpulos. Siento, me alegro y me enojo, alguna vez he amado y otras cuantas he odiado. Simplemente hago cosas que no hacen corrientemente los demás salvo que sean empujados o invitados a ello, y he visto hacer salvajadas a presuntos santos y patriotas que se justificaban nombrando a su Dios o a su bandera con la boca, mientras mataban niños a tiros o a machetazos. Teórica gente normal en un contexto anormal.
Y lo de la visión de esta mañana, bueno, lo tomaré como aviso de mi condición humana, como penitencia por quitar la vida de quien sé que era un buen hombre, pese a que también sé que he hecho lo que tenía que hacer. Yo no me escudo en religiones o ideales para amordazar mi conciencia, hago lo que hago por puro convencimiento.
Este café es lo más lamentable que he tomado en toda mi puñetera vida, joder.

Ana y Marta cerraban la extraña comitiva que se dirigía desde la sede de Seguridad Nacional al bar. Navarro había insistido en que era mucho más cómodo “estar distendidos en un sitio civilizado, que hacerlo en una sala de reuniones que parecía un mausoleo”. Arteaga cedió, quería saber hasta dónde podían llevarle los policías en un ambiente neutro, donde se sintieran relajados.
-¿De verdad eres capaz de saber cuando la gente miente?,- preguntó Marta a Ana mientras caminaban,
-bueno, no es tan difícil. Si tienes a la persona delante casi siempre hay signos delatores de las verdades o las mentiras. Y si es una grabación como la de ayer, lo que dicen y el cómo lo dicen te puede indicar de qué va la cosa. De todas formas nadie es infalible, simplemente en este caso si había alguien interesado en decir la verdad ese era De Castro, así que era fácil afirmar lo que dije,-
-tú no tienes pinta de permitirte fallar-, dijo Marta sin poder ocultar un rastro de admiración en sus palabras,
Ana soltó una carcajada. El rostro esculpido en mármol mutó en algo totalmente diferente para sorpresa de Marta. Aquella dureza de rasgos que había hipnotizado a la joven se distendió y tomó color, e incluso advirtió un toque de ternura en sus ojos,
-si no fuera perfectamente consciente de mis errores y de mis limitaciones, sería una pésima agente; créeme, la cago como todo el mundo. ¿Y tú de dónde has salido?, tienes toda la pinta de empollona de instituto. No pareces una poli-,
-vale, gracias. Yo haciéndote la pelota y tú me insultas-.
Ana volvió a reír, mientras pensaba en que aquella cría le caía muy bien…, y a ella le caía bien muy poca gente.
… y ahora se traían a sus amiguitos. La camarera y el par de habituales del bar que estaban calentando sus sillas los chequearon cuando entraron en el local. “La ojeras” y “el feo” sonreían divertidos mientras “el grandísimo hijo de puta ese” discutía con uno de los inmediatamente bautizados como “los hombres de negro”, al parecer el jefe de su clan. Estos tampoco tenían desperdicio, a primera vista parecían clones los unos de los otros. Bien vestidos, ellos con traje y corbata, ella con pantalón negro, chaqueta negra y camisa blanca. El teórico jefe era joven, aparentaba treinta y pocos, y bien parecido. Los otros dos hombres parecían gemelos; no hablaban, tal y como pudo comprobar más tarde, salvo en contadas ocasiones y al parecer para puntualizar algo, y la mujer era como uno de esos felinos de los documentales de la tele, una belleza siempre que no tengan hambre.
El madero enorme le estaba diciendo al joven jefe “que si seguía así de estirado, a los cuarenta tendría las pelotas herniadas”, muy propio. Después y sin esperar a los demás se pidió un desayuno completo añadiendo que la ronda la pagaba el joven, cosa que este hizo sin un pestañeo.
Con posterioridad a que todos hubieran pedido se sentaron apretujados en la mesa del fondo, y a la camarera no se le escapó ni el más mínimo detalle de cómo lo hacían, eso siempre indica cosas a una profesional avispada. En las cabeceras, frente a frente, el joven jefe y el poli cabrón, “se respetan pero no se caen bien, un clásico. Tendré que vigilar que no meen en las patas de la mesa para marcar su territorio”, sentenció la camarera. De espaldas a la cristalera que daba a la calle los gemelos, “polis de oficina rara, no han pisado la calle en su puta vida”, pensó orgullosa de su deducción. Frente a estos “el feo” y “la buena”. Había decido volver al primer mote para la chica, y más atendiendo el ejemplar de hembra que se había sentado junto a ella posando uno de sus largos brazos sobre el respaldo de su silla, una baldosa más alejada de la mesa que el resto del grupo y mirando con un ojo al grupo y con el otro la calle, con la ceñida chaqueta dejando bien claro al más despistado de los mortales que el bulto de su sobaco, y el que le hacía juego a la altura de los riñones podían hacer mucho, pero que mucho daño.
-Hum…, medio sueldo a que a “la bicha-, cualquier otro apelativo no le hubiera hecho justicia, -o le ha entrado el instinto maternal o se quiere trajinar a la chiquilla, pobrecita-, masculló la camarera entre dientes. La actitud protectora era que tan evidente como que la bayeta que usaba para limpiar el mostrador tenía su propio ecosistema; es más, en un alarde Freudiano la camarera “sabía” que ni al “puto poli cabrón” ni al “joven bien parecido” les hacía ni puñetera gracia la situación; ninguno de ellos podían evitar delatoras miradas de reojo sobre las mujeres, aunque parecía que a ellas les importaba un bledo lo que aquellos dos pensasen, mientras seguían hablando entre ellas haciendo caso omiso del resto del grupo.
La situación cambió drásticamente en un momento. El joven jefe recibió una llamada telefónica que salió a atender a la calle, donde no le estorbasen los murmullos de sus compañeros ni la música de fondo del bar. La camarera no perdió detalle. El joven estaba de espaldas a la puerta de entrada. La llamada duró apenas treinta segundos, colgó y guardó el móvil quedándose con los brazos en jarras, inmóvil. La mujer pantera ya estaba en pié, alerta con la mirada fija en su jefe mientras el resto del grupo seguía a lo suyo. Volvió a entrar en el bar y solo dijo -vamos, han encontrado a otro-, logrando con esas cinco palabras que el resto del grupo se moviese al unísono, como activados por un resorte.
A la camarera se le erizó el pelo de la nuca mientras retorcía inconscientemente la grasienta bayeta. Que aquellos siete salieran corriendo, sumado a lo que acababa de oír solo podía significar una cosa. Lo único que no supo interpretar fui la sádica media sonrisa del último en salir, “maldito poli cabrón”, pensó.

Navarro conducía a toda velocidad siguiendo el coche de los de Seguridad Nacional. Las sirenas y las luces de los vehículos oficiales les garantizaban paso franco por la ciudad, en su loca carrera en dirección al parque central. Lo poco que Arteaga les había dicho, medio a la carrera y antes de que cada equipo llegase a sus respectivos vehículos, era que el perro de un paseante había encontrado un cadáver tras unos matorrales; y que la patrulla que acudió a la llamada del tipo había solicitado urgentemente la del equipo que se encargaba de los asesinatos del Obispo y el Diputado. Después se montó en el asiento trasero del vehículo mientras no dejaba de dar órdenes a través de su móvil.
Las plegarias impías del inspector habían sido escuchadas; eran, deberían ser un paso más hacia la meta con la aparición de este nuevo cuerpo. En los dos primeros crímenes, la suma de las pruebas periciales practicadas a los tres cadáveres les dejaron los pelos, y esto sumado a la conversación grabada a De Castro y al toque de inspiración de Marta les habían conducido a un perfil y al móvil del asesino. Si este cadáver les abría el más mínimo resquicio de error por parte del asesino, la resolución del caso podía estar a la vuelta de la esquina, y con ella su ascenso. Mientras Navarro se esforzaba en reflexionar y conducir a la vez, Jiménez impartía órdenes tajantes a las patrullas que se iban agrupando en el parque. Prohibición absoluta de acercase a menos de veinte metros del cadáver, prohibición de hablar con ningún civil, retener al paseante, esperar a que ellos llegasen. Navarro le arrebató el micrófono de la radio a su segundo y solo hizo una pregunta,
-Soy el Inspector Navarro, ¿Quién es la víctima?-,
Un chisporroteo de ondas sonó en el altavoz, seguido por un silencio de un par de segundos. Por fin una voz contesto nerviosa,
-Inspector, soy el agente Ramírez de la comisaría centro. No creo que sea buena idea que le de esa información por radio, hay mucha oreja suelta. Además…, joder Inspector, créame si le digo que es mejor que antes de nada vean ustedes esto. Lo siento-.
Navarro arrojó el micrófono a Jiménez, o el agente era idiota o el idiota era él por el optimismo infantil de hace unos segundos. Mientras aparcaba con estrépito junto a los coches patrulla iluminados por sus rotativos azules, un nudo en el estómago le recordó que la frontera entre el éxito y el fracaso, en su profesión, la marca el filo de una navaja.
De los siete miembros del variopinto equipo solo los dos técnicos, aquellos que parecían gemelos, estaban junto al cadáver. El resto formaba un semicírculo a unos cinco metros de distancia. Jiménez no perdía detalle de lo que los dos hombres hacían mientras Arteaga hablaba nervioso por teléfono solicitando la presencia urgente de los forenses, que todavía no habían llegado. El rostro de Navarro era una máscara sin expresión. Ana recorría una y otra vez, con cuidado exquisito de no pisar donde no debía, el tramo de espacio que iba desde donde estaban sus compañeros hasta el sendero; y en cuanto a Marta, no hacía el más mínimo esfuerzo por contener dos lagrimones que resbalaban por su cara.
Desde que tenía memoria, Marta había visto ese rostro en la pantalla de televisión. El rostro de alguien calmado, sensato y honesto que no se limitaba a leer las noticias de lo que pasaba en el mundo, sino que además intentaba explicarlas para que todos entendieran y opinaran. Decía lo que pensaba de una forma tan cercana, para bien o para mal, que le hacía ser parte de la intimidad familiar de los hogares del país. Las lágrimas eran por alguien a quien no solo ella, sino gran parte del pueblo consideraban cercano, muy cercano. Alfonso Barros, el hombre considerado padre del periodismo bien nacido y bien hecho del país, yacía muerto a los pies de un árbol enorme, cuyas raíces parecían una madre sosteniendo el martirizado cadáver de su hijo asesinado.
Ana se dirigió a Arteaga y Navarro,
-a primera vista el asesino asaltó a Barros en el sendero, de alguna forma lo inmovilizó y arrastró el cuerpo hasta el claro, el resto es obvio-, dijo a la par que señalaba hacia uno y otro lado mientras no dejaba de mirar de reojo a Marta, -las huellas del cuerpo y las pisadas en la tierra y la maleza así lo indican. Andad con cuidado de no estropearlas más de lo que ya lo han hecho los polis. Alguien debería ir a comprobar las grabaciones de las cámaras de seguridad del parque.-
-de acuerdo, encárgate. Llévate el coche y cuando sepas algo me informas-, le dijo Arteaga.
-Llévate a Marta-, añadió Navarro inesperadamente, -aquí no tiene nada que hacer y es…, muy buena con las grabaciones-. El inspector quería sacar de allí lo antes posible a su catatónica subordinada, no podía pensar con Marta en ese estado. Arteaga le miró de reojo,
“vaya, el cabronazo tiene todavía un trozo de corazón que no se le ha podrido”, y tomo nota mental del detalle.
-Marta, vámonos. Tenemos cosas que hacer en otro lugar. Esto es cosa de ellos-, dijo Ana señalando con la mirada a  los forenses que llegaban trotando por el sendero.
De camino al centro de control de la policía local, el nerviosismo de Ana iba en aumento, y con el nerviosismo el cabreo por no entender su nerviosismo. Sentada junto a ella en el vehículo, Marta no daba muestras de salir del estado en que se encontraba desde que vio el cadáver. Ausente, miraba más allá, o más adentro, de lo que sus ojos le permitían ver. Ana, la mujer que nunca perdía los nervios incomprensiblemente estalló, sacando violentamente el coche de la carretera y deteniéndose en el arcén empezó a gritarle a su acompañante,
-!!¿Y a ti qué te pasa?. Ya está bien, espabila de una puta vez, joder. ¿Te crees que eres la única jodida?. Tu, yo y cualquiera con dos gramos de decencia siente lo de ese hombre, pero se supone que eres una policía y no una niñata bloqueada. Haz tu trabajo y deja de comportarte como una estúpida!!-.
El instinto de Ana la tenía preparada para acompañar el discurso con un par de hostias, pero no para lo que Marta hizo a continuación. La joven la miró a los ojos como nadie se había atrevido a hacerlo desde hacía mucho tiempo, se abrazó a ella con fuerza y rompió a llorar como una adolescente,
-¿es que no lo entiendes?-, le dijo entre sollozos con la cara hundida en su cuello, -lo que ha pasado era lo lógico, joder, y yo debería haberlo sabido. Era lo próximo Ana, era lo próximo y yo debería haberlo sabido, os lo dije en la reunión y no supe ir más allá-.
Ana no supo que decir, se limitó a abrazarla con suavidad y dejar que llorase, nadie le había explicado nunca cual es la táctica de defensa frente a la ternura, y lo cierto era que en ese momento no necesitaba defenderse de nada.

Ya en el centro de vigilancia de la policía local, y a medida que repasaban una y otra vez los vídeos de las grabaciones del parque, ayudadas por un técnico más pendiente del culo perfecto de Ana que de su trabajo, los ánimos de una y de la otra iban en aumento. Ninguna de las dos volvió a mencionar ni la pérdida de compostura de la agente de la Seguridad ni el ataque de culpa de la policía, aunque ambas eran conscientes de ellos. En todo caso, al técnico al que estaban mareando lo que le parecía era que de un momento a otro ambas se iban a enganchar de los pelos, idea por cierto que no le desagradaba,
-¿pero estas ciega o qué coño te pasa, es que no lo ves?, llevamos diez minutos con lo mismo, a ver si despiertas-, le decía la bajita al monumento, -a ver usted, vuelva a pasar la cámara ocho un poquito más atrás que la última vez y después la nueve-, ordenó volviendo la mirada al monitor y dando la espalda a la otra.
La del traje chaqueta parecía a punto de partirle la cara a la canija, dos manchas coloradas se habían instalado en sus mejillas, y unos ojos verdes de serpiente matarían con solo mirar, si es que fueran capaces de destilar un poquito más de veneno,
-Marta, me estás tocando los ovarios y no sabes cómo. Vale, en la nueve se ve al objetivo y al tío de la capucha pasar unos segundos después, ¿y?-, dijo estirando la “y” de forma burlesca,
-calla un poco y fíjate, ¿lo ves?, antes no estaba, el tío aparece de repente en la nueve y en ninguna más antes, pero si en esa que casualmente es la última de ese tramo del parque, es decir-, y estiró la terminación “ir” tal y como había hecho su compañera.
-joder Marta, me distraes con tus chorradas-, respondió Ana. Pensó durante un par de segundo y dijo, -es decir que el tío estaba esperando a su objetivo…-
-…escondido en algún lugar del parque que las cámaras no vigilan hasta que lo vio aparecer-, concluyó la frase Marta.
Durante un pequeño lapsus de tiempo ambas se miraron con complicidad, luego la alta le preguntó al técnico cual era el aparcamiento más cercano a la ubicación de esa cámara y si disponía de vigilancia, a lo que este respondió marcando una serie de números en su ordenador, pulsó el avance rápido hasta que el mismo tipo del sendero apareció, montó en una furgoneta de color blanco y arranco, saliendo del radio de visión de la cámara.
-y ahora un poquito de magia-, dijo el técnico para sí mientras rebobinaba y ampliaba la imagen hasta distinguir claramente la matrícula del vehículo,
-¿no puede seguir con las cámaras de tráfico el recorrido de esa furgoneta?-, preguntó Marta al técnico que seguía tecleando el terminal de su ordenador,
-usted debe haber visto muchas películas, señorita. Las cámaras solo vigilan los puntos estratégicos de la ciudad, no toda la ciudad. Además, “se” dónde encontrar ese vehículo-, alardeó ante las mujeres mientras con gesto teatral pulsaba el enter de su teclado. La impresora empezó a escupir una hoja de papel, en ella venían todos y cada uno de los datos del vehículo, además de los de su propietario. Los tres sonrieron.
Ana, que tardo en cambiar de expresión un suspiro, ordenó de pronto muy seria al técnico que remitiera inmediatamente las grabaciones a la sede de la Seguridad Nacional, cerciorándose de que no hubiera copia de las mismas bajo pena de delito por divulgación de secretos de Estado. Para que al técnico le quedase claro el asunto, las órdenes se las dio mientras se rascaba el sobaco, donde una antirreglamentaria Glock semiautomática, negra y letal, dormitaba junto al pecho izquierdo de su ama. El técnico tragó saliva y se apresuró a cumplir las órdenes, lo que había visto en la expresión de aquella mujer durante un breve instante, le quitó todas las ganas de fantasear con aquellas dos.
Marta recogió el papel con los datos de la furgoneta, sonrió de oreja a oreja a su compañera, y mientras pasaba junto a ella camino de la puerta le dio una sonora palmada en el culo; la tía que hace un segundo había acojonado al técnico saltó como un resorte y gruño como si fuera a matar a alguien.
Lo último que oyó mientras ambas se alejaban fue a la alta decir a la otra, como si de una cita lapidaria se tratara, -nunca, nunca se te ocurra volver a tocarme el culo en tu vida Marta-, seguido por una gran carcajada de la pequeñaja suicida.
En la puerta principal del edificio de la policía local, cada una de las mujeres informaba a sus respectivos jefes, a través de sus teléfonos móviles, lo que habían averiguado. Las palabras de Ana eran escuetas, con el característico ritmo de los militares. Marta era mucho más de detalles, con lo que a la primera le tocó esperar a que acabara. Se acercó a su compañera y se dio cuenta que ha Navarro se le oía perfectamente, aún hablando a través del móvil; a Ana el jefe de Marta no le caía bien, bueno, lo cierto es que casi nadie le caía bien.
-…y no quiero volver a verte así-, gritaba más que decía Navarro a través del auricular, -llevo tres años cambiándote los pañales y cuidándote como una madre, y ya es hora de que dejes de culparte cada vez que crees que la has cagado. ¿Qué te crees, que no me he dado cuenta?. Dos cosas más, las dos habéis hecho un buen trabajo con lo de las cámaras, reuniros con nosotros en la dirección que os han dado y Marta, no te fíes de la Conti, no me cae bien-.
Ana enarcó una ceja, Marta sonreía.

Lo que desconcertaba a la experta, entre otras escabrosas cosas, en saber cuando alguien decía la verdad por las buenas o por las malas de aquella mujer necesitada de ejercicio y de un salón de belleza, era la desesperante ausencia de un patrón en la que encasillarla. Su nueva “¿amiga?”, Marta se escurría de los arquetipos como si estuviera embadurnada en grasa. Era tan sumamente directa y natural como las lágrimas de hacía unas horas o la risa de hace unos minutos; o como lo que en ese mismo instante estaba haciendo, que básicamente consistía en soltarse el cinturón de seguridad, sacarse la pistola más cutre y herrumbrosa que Ana había visto en años directamente de la barriga, dejarla tirada en el suelo como si fuera un trasto y rascarse la tripa con fervor en el lugar donde el arma había estado. A la pregunta sin palabras de qué coño estaba haciendo, aquel desastre con patas respondió con un escueto y lacónico –pica-.
-Ponte el cinturón-, acertó a decir Ana.
-Vale-, respondió Marta obedeciéndole.
La pistola, tras unos momentos de titubeo patrocinados por los vaivenes del coche, encontró un sitio donde acomodarse bajo el asiento de Marta, que al parecer se había olvidado de ella, mientras centraba toda su atención en releer por décima vez los datos de la furgoneta.
-Evidentemente la ha robado. La furgo está a nombre de una empresa, “calderería Prada”, polígono industrial sur-.
-bueno, no nos adelantemos. Veamos que podemos sacar de todo esto, además ahora tenemos las imágenes del sospechoso-. Comentó Ana.
-no se Ana-, empezó a hablar Marta en tono reflexivo, -el otro día, hablando con mi jefe, me dijo que todos estos monstruos cometen errores, y que es en esos errores donde tenía que centrarme, que estaba haciendo de este tipo un superhombre y nadie lo es. Pero no puedo librarme de la sensación de que siempre ha ido varios pasos por delante de todos nosotros. Ayer en la reunión estuvimos muy cerca, piénsalo. El asesino había atacado lo religioso, lo político…, y evidentemente lo próximo era lo social. Si a eso le añadimos el matiz progresista de las primeras víctimas, hubiésemos llegado a la conclusión de que la siguiente víctima era alguien relevante en lo social de carácter progresista. Joder Ana, ¿te das cuenta del enorme error, de la cagada que cometí?. No hubiésemos podido proteger a toda la lista de gente que nos habría salido, pero si advertir a cien o a doscientas personas de que tuvieran cuidado y de que cambiaran sus costumbres diarias, y Barros no estaría ahora muerto, pues sin duda el hubiera estado en esa lista. El asesino no está cometiendo, por lo menos hasta ahora, errores. Yo sí-.
Ana no contestó hasta que no llegaron al siguiente semáforo en rojo. Con una seriedad y una serenidad propia de alguien con más años de los que tenía le dijo a su acompañante mirándola a los ojos,
-Tienes razón. No sirves para esto. Deberías abandonar la policía y buscar otro trabajo. Y recoge la pistola, la tienes debajo del asiento-.
Marta se puso roja como un tomate mientras miraba a Ana. Cambió la vista al frente con la boca abierta, bufó, se agachó buscando su arma y gritó de dolor al sentir en su brazo izquierdo un pellizco brutal,
-¿pero qué leche haces?-, preguntó incorporándose mientras se rascaba el brazo dolorido,
-Lo que te mereces por ser una niñata gilipollas autocompasiva. Por cierto, una pregunta, exactamente ¿de qué mierda de color tienes teñido el pelo?-, contesto mientras imitaba una arcada.
Mientras se quejaba y sonreía a la vez, Marta contestó,
-A, no soy una niñata. B, mi madre dice que es “caoba pulida”. C, a mi no me engañas, sé que tus tetas son pura silicona-.

Cuando llegaron al polígono el resto del equipo y un par de patrullas de la policía ya estaban allí, cada uno a lo suyo. Los gemelos y Jiménez en una esquina revisaban la famosa furgoneta blanca. Mientras, en el pabellón que ocupaba la calderería, Navarro y Arteaga interrogaban a cuatro operarios con cara de susto, mientras los patrulleros ahuyentaban a curiosos y transeúntes. Tras una breve conversación entre Arteaga y Ana, esta se llevó a los cuatro a la esquina más apartada del taller, mientras Navarro y Marta intercambiaban información.
-Dice el dueño que no han notado nada especial, salvo que tiene la impresión de que la furgo no estaba exactamente donde la dejó aparcada anoche, y que de los kilómetros o el nivel de gasoil la cosa es como muy relativa, porque la utilizan varios de ellos al día en función de quien la necesite. Y bueno, ya los ves, uno por viejo y los otros tres por críos ninguno coincide con el perfil del asesino. A estos les choraron la mierda de furgo anoche, y no se dieron ni cuenta-.
-Bueno, si no sale nada de la furgoneta al menos tenemos las imágenes del tipo, no se le ve la cara en ningún momento, el muy cabrón no se quitó la capucha, pero podemos tirar del hilo de la ropa que llevaba. Con un poco de suerte, y si el tío es de verdad un pijo, podríamos tener algo de suerte-, dijo Marta nada convencida de sus propias palabras, -¿habéis podido sacar algo de la escena del crimen?-,
-condones, hasta ahora condones como para repoblar medio país y todo tipo de chorradas imaginables. Es demasiado pronto para sacar ninguna conclusión válida. ¿Sabes que el equipo de forenses que se ha traído Arteaga no son de los nuestros ni de los de ellos?. Me extrañó que el más joven pareciera el abuelo de Heidi, le pregunté a uno de los clones de Arteaga y resulta que son profesores universitarios. Son los profes de medicina forense, unos cerebritos al parecer. Si los ves trabajar parecían una excursión de abuelas a la entrada de un “boys”, se han llevado al parque hasta una carpa-.
-Por mí como si se traen un equipo de animadoras, si sirve para algo bienvenidos sean-, replicó Marta a su jefe. A continuación le cogió del brazo y se lo llevó fuera del pabellón, necesitaba contarle a su jefe el razonamiento sobre su fallo. Cuando Ana volvió del fondo del pabellón encontró a su jefe mirando hacia la calle. Este le dijo un escueta “mira” mientras le hacía señas para que guardara silencio. Navarro y Marta estaban en la calle frente a frente a unos cincuenta metros del pabellón. Ella le daba explicaciones de algo con la cabeza gacha y las manos entrelazadas. Cuando acabo, Navarro hizo algo extraño, cogió con una de sus manazas la barbilla de Marta y la levantó; con su dedo índice remarcó algo que le dijo y luego puso un puño cerrado delante de la nariz de la policía como si la estuviera amenazando. Ella le sonrió y juntos comenzaron a caminar de nuevo hacia el pabellón. Ana, a quien sin venir a cuento un enorme cabreo le empezaba a surgir desde las tripas, le preguntó a su jefe,
-¿y estos?-,
-nada en especial-, respondió Arteaga, -el ojito derecho de papá parece ser que tenía algo que confesarle. ¿Tú sabes algo que yo deba saber?-.
-¿Yo?-, respondió Ana. -Si tienes algo que preguntar de ella pregúntaselo a ella, o a ese mastodonte-, dicho lo cual dio media vuelta, dejando a Arteaga sorprendido por su airada reacción y atando cabos que aumentaban su sorpresa.
Un instante después los gemelos y Jiménez entraron en el pabellón en tropel, acorralaron a los cuatro trabajadores y Jiménez les preguntó si un objeto que uno de los gemelos llevaba pillado con unas pinzas era de alguno de ellos. La respuesta fue negativa. Inmediatamente metieron el objeto en una bolsita de plástico que cerraron con cautela mientras llamaban a gritos a Arteaga y a Navarro.
-Mirad-, les dijeron mientras tendían a Arteaga una lupa enorme.
-Joder, por fin algo-, dijo Arteaga a quien de repente le habían desaparecido diez kilos de incertidumbre de encima.
Navarro arrebató sin miramientos la lupa a Arteaga y miro el objeto a través de ella. Era una cajita de plástico vacía de una tarjeta SD, de las utilizadas en las cámaras fotográficas. En una de las esquinas de la caja, el polvo que los gemelos habían vertido sobre ella dejaba ver parte de una huella dactilar.

Esa tarde, en la sala de reuniones del edificio de Seguridad Nacional, la puesta de sol acompañaba a los gritos de un inspector de policía que parecía fuera de sí,
-!!Tenemos el puto ADN, la huella de un pulgar, sabemos que puede ser uno de esos seiscientos cabrones, sabemos cómo actúa, sabemos el móvil, y hasta que le gusta sacar fotos de los muertos al hijo de puta. ¿A qué cojones estamos esperando Arteaga?, tú sabes igual que yo que si en vez de ser un puto asesino rico fuese un albañil, la obras de la ciudad estarían paralizadas porque los tendríamos a todos en fila meando en un bote y con los dedos llenos de tinta!!-.
El puñetazo sobre la mesa hizo que el resto del equipo pegase un bote en sus asientos. Arteaga no aguantaba más y estalló dejando a los demás, incluido Navarro, callados. Se levantó lentamente y dirigiéndose al inspector le gritó,
-!!¿Pero qué cojones te crees, tarugo de mierda?. ¿Crees que me hace feliz estar aquí sentado rascándome las pelotas mientras ese pedazo de cabrón se descojona de todos nosotros?!!. Entérate de una vez, cretino, esta tarde el Ministro del Interior ha presentado la dimisión, y tengo a mi jefe tragando más mierda de la que hayas podido ver en toda tu puta vida, tapándonos el culo para que podamos seguir trabajando. Así que utiliza toda esa energía que te sobra en pensar y deja de gritar. Ponte a pensar en la manera de pillar a ese cabrón y déjame en paz. Y sí, soy más consciente de lo que tú te crees sobre por qué no podemos pillar a esos seiscientos imbéciles y meterles una sonda por el culo, ni te imaginas lo consciente que soy. Así que ya está bien-,
Calló unos segundos y añadió en su tono de siempre,
-Marta, quiero que te vayas a tu casa, te duches, cenes y pienses cual es el próximo paso que va a dar el asesino y que mañana por la mañana nos lo digas. Piensa también en que ha actuado cada diez días, así que teóricamente y si sigue un patrón nos quedan nueve para que lo haga de nuevo. Hasta ahora has acertado a posteriori, así que lo que quiero de ti son previsiones, y las quiero certeras. Los demás ir a descansar. Navarro, quédate-.
La rotundidad con la que el joven capitán se había expresado hizo que todos a una obedeciesen sin rechistar. Cuando se quedaron solos en la sala Arteaga se dirigió al inspector,
-no se mea en un bote-,
-¿Qué?-, dijo Navarro sin entender,
-las pruebas de ADN no se hacen con orina, sino con saliva. Así que lo que has dicho de mear en un bote es una gilipollez. Bien, escucha. Pasamos al plan B. Estoy contigo en lo de que no podemos esperar a que un juez se juegue la carrera por nosotros, y normalmente Seguridad Nacional tiene medios de hacer cosas fuera del circuito… digamos legal. El problema para hacer esas cosas es que este no es un asunto normal. Créeme si te digo que no tienes ni idea de cuantos ojos hay puestos sobre el equipo, sobre todo sobre mi, y no es falsa modestia sino la puta verdad. Me la juego pidiéndote esto, pero conociendo como conozco tu expediente de cabo a rabo se que has rondado el filo de lo legal unas cuantas veces. Así que busca la manera que sea, pero redúceme la puta lista a un número lógico de sospechosos y yo veré la forma de legalizar lo que hagas. Si necesitas ayuda puedes utilizar a Ana, te sorprenderá. ¿Y bien, aceptas el encargo?, te garantizo o que los dos acabemos pasándonos el jabón en la ducha del trullo o que serás recompensado convenientemente. ¿Qué me dices?-.
-Te digo que por fin hablas con un poco de sentido común. Por supuesto que acepto, dame unos días. Una cosa más, Ana Conti-,
-es una profesional como la copa de un pino, Navarro-,
-lo sé, no hay más que mirarla, pero no es eso lo que te quería decir de ella. No me gusta que ronde a Marta, la distrae-.
Arteaga se permitió por primera vez en toda la tarde una carcajada,
-bueno, por fin algo en lo que estamos de acuerdo. Yo también estaba esperando el momento para comentártelo. Navarro, aleja a tu repelente niña de Ana, me la está estropeando-.

En el mismo momento en que Arteaga y Navarro terminaban de hablar, Ana y Marta viajaban hacia la casa de la segunda sin dirigirse la palabra. Marta distraída con el encargo de Arteaga, dándole vueltas. Ana ofuscada porque no entendía que coño le estaba pasando, o bueno, sí pero no. Ni era posible, ni estaba preparada para algo así. Cuando llegaron a casa de Marta esta se apeó del coche, y a través de la ventanilla abierta le preguntó si vendría a buscarla a la mañana siguiente. “Bien”, fue la escueta respuesta,
-oye, a ti te pasa algo-, dijo Marta dándose cuenta por primera vez que su compañera estaba enfadada con algo o con alguien, -¿quieres que lo hablemos?-, preguntó,
-¿Qué lo hablemos, qué lo hablemos?-, repitió Ana elevando una cuarta el tono de voz, -a ver Marta, no tengo nada de que hablar. Mañana te vengo a buscar a las ocho, y a ver si te arreglas un poco, no vayas a matar a alguien de un susto-, y arrancó derrapando, dejando a Marta con la boca abierta en mitad de la acera.
Media hora después Marta estaba contemplándose en el espejo de cuerpo entero de la entrada de su casa, al fondo se oía la ducha en el cuarto de baño. Justo antes de entrar en ella se lo pensó y fue a mirarse, cosa que no recordaba haber hecho nunca así, al menos no tan detenidamente y tan absolutamente desnuda. Daba vueltas frente al espejo en un intento de ver todo su cuerpo.
-Bueno-, pensó, -ya sé que no me puedo comparar con ella pero qué coño, tengo todo lo que hay que tener, lo que pasa es que estoy sin reparar. De tetas justitas pero bien, el culo no me cuelga y si lo poco que me sobra de la barriga fuese a parar a las piernas estaría hecha un pincel. Eso si Martita, ve pensando en comprar una podadora industrial, la vamos a necesitar-. Guiñó un ojo a su reflejo, otro al gato al que las bondades y los pelos del cuerpo de Marta le importaban un bledo, y se fue para la ducha intentando adivinar cuál era el color de pelo que le pegaba.
Una hora después de dejar a Marta, Ana, sentada con las piernas cruzadas sobre su cama, miraba fijamente la imagen reflejada en el espejo del armario. Lo que quería ver, lo que en ese determinado momento necesitaba ver era una vez más a la mujer fuerte y segura de sí misma, y eso es lo que cualquiera hubiese visto. Atlética y hermosa, orgullosa, altiva y fría como un témpano. Se puso en pie frente al espejo, irguiéndose.
-la fachada está muy bien-, pensó, -siempre ha estado muy bien, pero…-.
Tiempo atrás había conocido un tipo unos años mayor que ella en algún sitio y en alguna circunstancia especial, y durante un tiempo mantuvieron una relación tan envenenada, destructiva y salvaje como su trabajo. Ella se engañaba y le engañaba manteniendo a capa y espada que aquello solo era follar como locos. Él la engañaba y se engañaba diciéndole lo que quería oír y fingiendo ser quien nunca fue con tal de seguir follando, Ana lo intuyó tiempo después. La cosa acabó como acaban las relaciones solo sexuales, si se acaba el sexo se acabó la relación; y francamente, la importancia de aquel tipo en su actual vida era tan escasa como la que, estaba convencida, podía tener ella en la vida de él donde quiera que estuviese. Lo que sí que quedó fue la mala experiencia, el mal sabor de boca y una fantasmagórica y huidiza sensación de traición por parte de los dos. Eso y unas cuantas frases del tipo grabadas en su memoria. Una de ellas era mortal de necesidad. Una vez le dijo, no recordaba a cuento de qué, “llegaras a ser una gran persona el día que te mires desnuda en un espejo y seas capaz de enfrentarte a lo que ves bajo tu piel”. Típica frase pretenciosa del jodido hijo de puta. Frente al espejo y desnuda lo que Ana veía tras su piel era algo nuevo y asfixiante, una amenaza a la que ni su preparación, ni su Glock, ni sus sentimientos tenían claro cómo responder. Ana tenía miedo. Se había acostumbrado a estar sola, a no sentir y a cubrirse para que nunca nadie le hiciera daño. Pero desde que conoció a Marta su armazón hacía aguas. Simplemente era tan diferente a ella que la atraía con la misma intensidad que las luces a los insectos.
-Niñata de mierda-, dijo Ana en voz alta mientras se dejaba caer tan larga como era sobre la cama.
Arteaga llegó a su casa. Como cada noche que llegaba tarde puso a calentar en el microondas el vaso de leche que su esposa dejaba para él, tapado con una servilleta, sobre la mesa de la cocina. Se lo bebió mirando fijamente la pared. Se quitó los zapatos y entró en el cuarto de su hija, la niña dormía plácidamente. Después se dirigió a la habitación de matrimonio, se desvistió sin hacer ruido, se puso el pantalón del pijama y tras pasar por el cuarto de baño, donde un desconocido y cansado hombre se limpiaba los dientes frente a él, se metió en la cama. Su esposa no tardó ni dos segundos en recular hasta hacer tope contra su cuerpo, cogerle la mano y ponérsela sobre su tripa, entre el ombligo y el nacimiento del pubis, y dos segundos más tarde su respiración acompasada indicó a Arteaga que dormía tranquila. Arteaga, con los ojos abiertos mirando la oscuridad, no dejaba de pensar si su trabajo valía la pena.
Navarro untaba galletas en su humeante taza de chocolate sentado a la mesa de la cocina. Sonreía mientras daba forma a su plan para conseguir ilícitamente las huellas dactilares de seiscientas personas.
-Pan comido. Como casi todo en esta vida- rumió entre bocado y bocado, -es cuestión de pasta, tendré que hablar con Arteaga de “sus” fondos reservados-. Con las ideas más o menos claras se dirigió al cuarto de baño, orinó y se miró en el espejo, un neandertal en calzoncillos le sonreía, -guapo-, le dijo y se fue a dormir.

Me abotono la camisa frente al espejo de la habitación mientras la prostituta se ajusta de nuevo las medias. Me sonríe satisfecha por la propina desproporcionada que le he dado mientras piensa en mí como en un mirlo blanco, yo pienso en ella como alguien que me ha dado una información que reafirma el plan, y esa información vale lo que he pagado. Ahora sé lo que suponía, dentro de nueve días no puede atenderme, tiene una celebración junto con el resto de sus compañeras, y el pequeño y discreto hotel estará reservado. Incluso ha cometido el desliz de decirme quienes eran el grupo de clientes y cual en concreto iba a atender ella, presionada por mi insistencia y mi promesa de más dinero. En fin, he quedado con ella para dentro de quince días. Sé que es mentira, si las cosas van como tienen que ir ella será otra víctima tan inocente como necesaria. La chica se acerca a mí y me besa. Le pregunto por la ley no escrita que dice que las prostitutas nunca besan a sus clientes, y me contesta que le gustan los hombres detallistas. Le sonrió y miro el fajo de billetes. Se pone medio seria y me dice que no se refería al dinero, coge mi mano y la coloca sobre su pecho izquierdo, -quince días-, me dice y se va. Me rió mientras salgo de la habitación, folla muy bien, miente muy mal. -Lo siento-, murmuro para mí.

-Te estoy esperando abajo-, le dijo a Marta por teléfono-, -sube un momento, acabo en seguida, es el tercero izquierda- oyó Ana a través del auricular.
La puerta estaba entreabierta. Ana entró y la cerró. Un gato sacado de alguna película de terror de serie b la miraba desde el centro del pasillo,
-Marta-, dijo Ana elevando la voz, -hay una cosa parecida a un gato mutante en el pasillo, ¿quieres que te lo mate de un tiro para que deje de sufrir?-,
-deja en paz al gato, es así. Dame cinco minutos y nos vamos- oyó a Marta desde el fondo de la casa.
Mientras avanzaba por el pasillo sorteando al bicho, Ana iba cotilleando la casa sorprendida. Esperaba un desastre y aquello era un manual sobre “la perfecta organización e higiene del hogar”. Con un ojo en el fondo del pasillo, donde se oía trastear a Marta, inspeccionó con el otro la cocina y el baño, donde un familiar y fuerte olor le inundó las fosas nasales,
-¿Has estado depilando al gato?-, preguntó, -ahora entiendo la pinta que tiene y la geta de sufrimiento del pobre animal-, dijo llegando a la sala de estar.
Un segundo después empezaron a temblarle las rodillas. Marta, con cara de cabreo, estaba en el quicio de la puerta de lo que debía ser su habitación. Por todo vestido llevaba unos ridículos calcetines de colores y unas bragas de postguerra, el sujetador pendía de una de sus manos. Las pantorrillas, las ingles y el labio superior de la joven lucían rojos como tomates, en claro contraste con un cuerpo que pedía a gritos unos rayos de sol,
-crema-, atino a decir Ana, -date crema antes de que se te caiga la piel, ¿pero hija, qué coño has hecho?-
-la idiota, he hecho la idiota por hacer caso a una estúpida estirada con un carácter que no hay Dios que la aguante. Y eso- dijo apuntando con los índices de las dos manos a sus ingles, -no es lo peor-, dijo mientras avanzaba hasta el centro de la sala y se colocaba a un metro de Ana, -mira-, le dijo mientras ponía los brazos en cruz, los sobacos de la joven parecían cuadros de mártires cristianos, un auténtico escarnio.
Ana retrocedió instintivamente un paso, tener a Marta tan cerca y tan… cerca le mareaba. La cogió de una mano como cogería a una mofeta, la llevó al cuarto de baño y le repitió,
-crema-.
Durante los tres o cuatro minutos que una parloteante Marta se afanaba en embadurnarse a conciencia, Ana, apoyada en el marco de la puerta, la contemplaba pensativa y sin escuchar nada de la cháchara.
-Me he cargado a gente,  me han cosido a hostias y las he repartido como panes para acabar vencida como una colegiala por alguien capaz de llevar unas bragas como esas, ¿y ahora que se supone que tengo que hacer?-, pensaba.
Marta la empujó y pasó a su lado mientras decía algo sobre -las torturas a las que las mujeres tienen que someterse en este mundo machista que…,-
Ana volvió a perder el hilo y le dio la razón. Marta se puso unos pantalones vaqueros viejos con algún que otro roto, unas zapatillas de loneta rojas y pidió consejo a Ana sobre si ponerse una camisa o una camiseta,
-la camisa-, contestó por decir algo.
Justo antes de salir del piso Ana colocó frente a ella a Marta y le dijo,
-eres un verdadero desastre, te has abotonado mal la camisa-, soltó los botones hasta llegar al equivocado y los colocó correctamente, ajustó lo que pudo el arrugado cuello de la camisa y se encontró los ojos de Marta frente a los suyos. Marta sonrió, le puso las manos sobre las tetas, apretó un par de veces y se escabulló hacia la puerta gritando,
-lo sabía, son de plástico-, mientras se moría de la risa. Ana se quedó petrificada durante un momento, ya sabía lo que tenía que hacer, primero la mataría y luego la llevaría a comprarse ropa interior.

De camino a la reunión Marta le contó a Ana que creía haber descubierto cual era el punto débil del asesino, que había estado dándole vueltas esa noche y que aunque tenía aún muy verdes los detalles el planteamiento era de una lógica aplastante,
-vale, cuéntamelo-, le dijo esta con curiosidad,
-no, prefiero decirlo a todos en la reunión. Si te lo digo a ti tendré que repetírtelo, y después tendré que decirlo y repetirlo a los demás hasta que todos lo entendáis-, dijo muy seria.
Esta vez Ana no se contuvo, esperó al semáforo en rojo de turno, buscó con ojos de experta en la camisa el pequeño bulto que delataba el pezón izquierdo de su acompañante, hizo presa sobre él y lo retorció,
-perdona-, le dijo pausadamente a su víctima que no movía ni una pestaña mientras se mordía el labio inferior, -¿me estás llamando tonta?, gira la cabeza de izquierda a derecha para decir que no-, Marta giró la cabeza, Ana soltó el pezón.
-Zorra-, dijo Marta mientras masajeaba el inflamado bulto de su camisa.
-Después de la reunión tú y yo nos vamos a comer al centro. Prepara la tarjeta de crédito, esta tarde echará humo. Si tengo que soportarte y cuidar de que no tropieces con tus propios pies, lo mínimo que me debes es no tener que pasar otra vez por el mal trago de ver tu feo culo envuelto en semejantes bragas-. Afirmo con convencimiento Ana.
Tras unos instantes de silencio Marta preguntó muy seria,
-Ana, ¿tú crees que tengo el culo feo?-.
La interpelada resopló mirando el techo del vehículo, intentando parecer alguien muy, muy harta de su plomiza compañera.

A estas alturas de la película mi mayor enemigo soy yo mismo, mi subjetividad y mis ganas de que todo salga tal y como quiero. Así que hoy toca, tras el intenso día de ayer, contrastar el grado de cumplimiento del plan por encima de mis deseos. Quiero saber donde estoy realmente.
Veamos, cualquier investigación que pretenda ser científica, y esto no suele decirse en las aulas, tiene incluso antes de ser planteada dos lastres, dos consecuencias derivadas y una acción correctora, y o bien se tiene todo ello en cuenta en los preliminares de la investigación, o será un fracaso.
Los lastres son la subjetividad y el orgullo del investigador. Las consecuencias derivadas son la perdida de la perspectiva real, y por tanto errar el objetivo; y el deseo de satisfacer el ego que el investigador en su condición de humano tiene, y que más allá incluso de errar ese objetivo le hará fracasar estrepitosamente en caso de empecinamiento. Por tanto, la acción correctora a aplicar en los primeros estadios de la investigación, yo diría incluso que necesariamente antes de ilusionarnos con el proyecto, es plantearse qué cosas se pueden medir, cuantificar, contrastar y comparar durante todo ese proceso; y estas han de ser tan sumamente objetivas, como para que cualquiera en cualquier momento esté en condiciones de llegar a las mismas conclusiones a las que tú mismo llegarías. Esto es tan válido para quien tenga como objetivo conseguir una nueva vacuna, como para quien a través de una serie de asesinatos y otras actuaciones pretende llegar a un objetivo concreto, es decir, yo.
Hace más de un año, cuando idee todo esto, escribí cincuenta variables en un archivo cifrado de mi ordenador portátil, cada una de ellas con un valor frio, objetivo y ponderado en función de su importancia social, la suma de todos esos valores tiene un rango de cero a cien. Si el resultado es menor de noventa, seguiré matando. Si es mayor pasaré a la última fase del plan y el polvo de anoche se quedará en solo eso. Empiezo y la curiosidad aumenta,
-1. Porcentaje de medios que abren sus portadas con los asesinatos. Valor ponderado, de cero a dos. Analizo. Resultado, dos-…

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